Bernhard odiaba Austria, Salzburgo, pero sobre todo odiaba el mundo, poblado de idiotas.
Representación teatral de 'Una fiesta para Boris', una de las obras de Thomas Bernhard, en Salzburgo. Le importaba un rábano, o un pepino, el mundo entero, empezando por Salzburgo. Nada es cierto de su gris armonía, decía.
Es legendaria la declaración del cómico norteamericano W. C. Fields, de Filadelfia, que puso en su epitafio (inscrito en su tumba en un cementerio de Nueva York): “Mejor aquí que en Filadelfia”. Bernhard odiaba Austria, Salzburgo, pero sobre todo odiaba el mundo, poblado de idiotas.
Los editores eran idiotas, los actores eran idiotas, los periodistas eran idiotas, los que lo invitaban a dar conferencias (en España, sobre todo) eran también idiotas. Los traductores eran idiotas, los impresores eran idiotas.
Y Salzburgo, claro. Salzburgo era una ciudad de idiotas.
Pero “la gente que viene aquí en verano por solo dos o tres semanas, se aloja y es atendida en un buen hotel y va luego a alguna ópera estúpida, se siente arrullada”.
Están engañados. “La verdad es que en Salzburgo solo se ven por ahí rostros malhumorados, difícilmente se puede encontrar a gentes de rostro abierto
. Son como el tiempo, como las casas, húmedos y estúpidos y en el fondo brutales.
No son más que víctimas y chantajistas eternos”.
Son tan estúpidos, continúa el autor de Helada, que rara vez se considera a sí mismo idiota, que [los habitantes de Salzburgo] “quieren exterminarlo y destrozarlo todo y fusilar y matar y limpiar”.
Los que van caen en la trampa de la ciudad, y ellos se aprovechan, porque los tenderos de Salzburgo “venden unas medias y unos sostenes más en verano a esa gente que se siente bien y, si no fuera por eso, tampoco organizarían nada.
Porque no les importa nada”.
El naufragio de Salzburgo, a los ojos de su ilustre habitante esquivo, es también el de Austria, su país. “Se ahogará a sí mismo en la cuna, este pequeño país.
Aquí no se puede hacer nada, mire a la gente, póngalos uno al lado del otro, son algo imposible”.
Los denuestos no dejan, como diría Richard Ford, ni flores en las grietas.
Al contrario.
Esas son solo algunas flores oscurecidas por el ánimo de Bernhard mientras charlaba con el radiofonista Kurt Hoffman. Esas Conversaciones con Thomas Bernhard (Anagrama 1991) son un escalofrío de disgusto del autor con su país, con su gente, con su tiempo y con los que están alrededor de su oficio.
Su traductor es Miguel Sáenz, que ayer nos remitía al principio de El origen, de los textos autobiográficos publicados también por Anagrama: “Salzburgo es una fachada pérfida, en la que el mundo pinta ininterrumpidamente su falsedad, y de la cual lo [o el] creador tiene que atrofiarse y pervertirse y morirse lentamente.
Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal”.
Dice Sáenz sobre el absoluto disgusto de Bernhard por Salzburgo: “Su infancia allí fue atroz, su madre veía en él al marido que la abandonó, estudió en un colegio nazi en la que había una imagen de Hitler; el colegio luego fue católico, y la imagen fue de un santo, pero siguió siendo nazi
.Los bombardeos norteamericanos sobre la ciudad lo traumatizaron; una vez halló en el suelo, entre los restos de la matanza, el brazo de un niño.
Un tiempo penoso que lo persiguió toda la vida. Fueron, además, muy duros con él en Austria. Ahora lo glorifican. ¡Un día veremos bombones de chocolate con su cara!” Quizá ya hay.
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