Toda
ciudad es una novela (lo contrario no es cierto) siempre que el
novelista tenga talento espacial y sepa distribuir cada volumen
edificado y sus habitantes particulares como un bloque verosímil. Luego
están las Ciudades invisibles, título de un famoso libro de Calvino en el que aparecen posibles ciudades según la catalogación que Borges
atribuyó a un entomólogo chino: insectos que molestan al emperador,
insectos que suenan como el cristal, etcétera.
De la misma manera:
ciudades que destruyen la memoria del viajero, ciudades que por la noche
se pueblan con difuntos antiguos, etcétera.
Pero si olvidamos las
ciudades invisibles y en cambio nos interesamos por las ciudades
imaginadas, no cabe duda de que el gran inventor de las mismas fue Charles Dickens.
Cuando
imaginamos Londres, incluso si hemos vivido allí o somos turistas
habituados a sus calles y monumentos, lo hacemos con los materiales de
Dickens aunque no lo hayamos leído, porque la pintura, la fotografía y
el cine han copiado minuciosamente la técnica narrativa de Dickens para
distribuir espacios urbanos y distinguir a sus distintos ciudadanos.
Dicho de un modo algo violento: Londres será eternamente victoriano
mientras no aparezca otro escritor capaz de construir una nueva imagen.
Por
supuesto todo lector de Dickens sabe que en el joven escritor solo
había dos Londres, el bueno y el malo, el de los ricos y el de los
pobres, el de los barrios aristocráticos y el de los barrios
proletarios.
Los protagonistas solían sufrir un avatar prodigioso que
les llevaba de un Londres al otro, sea para caer en la abyección de los
mugrientos laberintos próximos al Támesis, sea para salvarse en una
reluciente mansión próxima a Regent’s Park.
Si usted es un lector de
Dickens un poco más experimentado o pasional, sabe también que en el
último Dickens, en cambio, hay tres Londres diferenciados porque aparece
un tercer espacio entre la ciudad del bien y la ciudad del mal.
Ese
tercer espacio es el de la clase media que va a tomar posesión de los
barrios funcionariales y de negocios a lo largo de la vida de Dickens.
La
tercera fuerza evitará el maniqueísmo de la etapa juvenil, dará mayor
riqueza a la aventura narrativa y permitirá a Dickens alguna de las más
portentosas descripciones del hogar burgués, tan distinto del palacio y
de la miserable vivienda de los Jerry Buildings.
De hecho, la tercera zona urbana será el refugio privilegiado de
quienes ya comienzan a mirar con sospecha a la aristocracia y no dejan
de tener un principio de conmiseración por los miserables, sentimiento
entonces poco frecuente.
El tercer espacio es el de la conciencia y el
de la inteligencia.
Si
comparamos concienzudamente la construcción literaria del Londres
victoriano de Dickens, en su perfección artística, con el París de Proust,
la sorpresa es considerable.
Ambos escritores se llevan unos sesenta
años, de manera que Proust puede muy bien ser el nieto de Dickens.
Sin
embargo, el proceso es prácticamente el mismo. También en Proust hay dos
ciudades al principio que finalmente serán tres, aunque las tres estén
en el mismo libro.
Recordará el lector que en las seis mil páginas de La Recherche
se analiza minuciosamente la vida parisina a lo largo de cuarenta años
con frecuentes saltos a la etapa anterior, la de la guerra
franco-prusiana.
Curiosamente
el tercer espacio «ciudadano» de Proust no está en la ciudad sino en el
campo colindante con la gran capital, en los pueblecitos de veraneo de
la burguesía, los cuales constituían una prolongación natural de la vida
social capitalina, algo que en Inglaterra no sucedió jamás.
Y también
será en los pueblecitos de los alrededores de París en donde el
protagonista, Marcel, descubrirá todo lo que determina su vida artística
y sentimental, como la princesa de Guermantes, el gran Swann o la
ambigua Gilberte.
El tercer espacio era, de nuevo, el lugar del
espíritu.
Ciudad
dickensiana para la eternidad es el Londres victoriano. Ciudad
proustiana para la eternidad es el París de la gran burguesía. Sin
embargo, seguramente la mayoría de nosotros vivimos en la ciudad
kafkiana, el laberinto impenetrable de nuestra interioridad.
En
la extensísima narración de la vida de Marcel y de sus padres, Proust
anota con sagacidad que su primera vivienda, en el centro noble de la
ciudad, está sin embargo habitada por numerosos proletarios y artesanos.
Las clases sociales ocupaban los mismos edificios en jerarquía
vertical. En el principal, los más ricos, en las últimas alturas (las chambres de bonne)
los más pobres, en la entrada talleres artesanos. Pero cuando llegamos
al final de la novela las clases se han separado y los proletarios han
sido expulsados a los bulevares exteriores.
En realidad esta separación se produjo con la reforma del barón Haussmann que comenzó con Napoleón III, pero se prolongó hasta la terminación del bulevar Raspail ya en pleno Art Nouveau.
Haussmann abrió en canal la ciudad, reventó el suelo, derribó miles de
casas, abrió enormes avenidas, todo con el fin de levantar la ciudad más
moderna de Europa y (de paso) arrasar los núcleos obreros que habían
resultado peligrosísimos en las dos revoluciones comuneras. De un París
interclasista se pasó a dos ciudades separadas, como el primer Londres
de Dickens.
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