España vivió también medio siglo de ignominia, y al final el Estado derrotó al terrorismo.
El mundo entero celebra, con generosidad y justicia, la paz que se
abre paso en Colombia, tras la firma del acuerdo entre las FARC y el
Gobierno de Santos, zaherido por los que esperan tacharlo en el
referéndum de octubre.
Pase lo que pase en ese momento histórico, fuerzas sociales y políticas colombianas y del resto del universo ya se han felicitado por la voluntad de diálogo que el Estado colombiano ha mostrado frente a la mayor amenaza que para la libertad y la vida ha ocurrido nunca allí.
Medio siglo de pérdidas humanas, de desplazamientos, de extorsión, está detrás de ese acuerdo que ha abierto el camino de la paz.
En otras circunstancias, España vivió también medio siglo de ignominia terrorista, y al final el Estado ganó la partida, derrotando a ETA y obligándola a cerrar esa compuerta de sangre y de sufrimiento con la que decía defender la libertad del pueblo al que sojuzgaba con el terror.
Fue sobre todo el ejercicio democrático de la política el que al fin puso a la organización terrorista cara a su propia desvergüenza: enarbolaba la bandera de la libertad para su pueblo, pero iba contra su pueblo.
Quedan aún flecos del pasado de ETA, pero ya no existe sino en la sugestión de quienes querrían menos democracia.
En este tiempo en que se celebra, con justicia, el final del proceso colombiano, y que se ensalza lo que ha hecho el Estado de ese país para recuperar la paz, hay que llamar la atención sobre la poca consideración que se ha tenido en España por aquellos que consiguieron al fin que aquí se acabara con ETA.
Se ha silenciado tanto ese mérito que parecería que esta anomalía antidemocrática de nuestra historia desapareció como por ensalmo. Y fue el Gobierno de Zapatero, su presidente y su ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, los que emprendieron, en medio de la incomprensión y la ingratitud de los que habían intentado lo mismo sin éxito, ese episodio final.
Extraña, en este país tan conmemorativo, que ni siquiera en los momentos en que esto resulta adecuado se recuerde que, en efecto, fue el Estado, y fueron esos representantes elegidos del Estado, los que hicieron posible que este país, Euskadi y toda España, viviera en paz, con la libertad que garantiza la democracia.
Como decía un título bien adecuado de Julio Cortázar, “no se culpe a nadie” de este olvido, pero téngase en cuenta.
A Rubalcaba —y a Zapatero— le culparon de todo los que han tenido cuidado de pasar de puntillas por estos méritos.
En concreto, el que fue ministro del Interior, quizá el más insultado de los políticos de la democracia, volvió a su puesto en la Universidad Complutense, sigue enseñando química orgánica y todavía no tiene ni un átomo del reconocimiento que le alivie de los denuestos que le lanzaron.
Es justo hacer que esta memoria no sea tan solo el regocijo que Zapatero, Rubalcaba y su equipo deben sentir, legítimamente, por el deber de servicio público cumplido.
Pase lo que pase en ese momento histórico, fuerzas sociales y políticas colombianas y del resto del universo ya se han felicitado por la voluntad de diálogo que el Estado colombiano ha mostrado frente a la mayor amenaza que para la libertad y la vida ha ocurrido nunca allí.
Medio siglo de pérdidas humanas, de desplazamientos, de extorsión, está detrás de ese acuerdo que ha abierto el camino de la paz.
En otras circunstancias, España vivió también medio siglo de ignominia terrorista, y al final el Estado ganó la partida, derrotando a ETA y obligándola a cerrar esa compuerta de sangre y de sufrimiento con la que decía defender la libertad del pueblo al que sojuzgaba con el terror.
Fue sobre todo el ejercicio democrático de la política el que al fin puso a la organización terrorista cara a su propia desvergüenza: enarbolaba la bandera de la libertad para su pueblo, pero iba contra su pueblo.
Quedan aún flecos del pasado de ETA, pero ya no existe sino en la sugestión de quienes querrían menos democracia.
En este tiempo en que se celebra, con justicia, el final del proceso colombiano, y que se ensalza lo que ha hecho el Estado de ese país para recuperar la paz, hay que llamar la atención sobre la poca consideración que se ha tenido en España por aquellos que consiguieron al fin que aquí se acabara con ETA.
Se ha silenciado tanto ese mérito que parecería que esta anomalía antidemocrática de nuestra historia desapareció como por ensalmo. Y fue el Gobierno de Zapatero, su presidente y su ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, los que emprendieron, en medio de la incomprensión y la ingratitud de los que habían intentado lo mismo sin éxito, ese episodio final.
Extraña, en este país tan conmemorativo, que ni siquiera en los momentos en que esto resulta adecuado se recuerde que, en efecto, fue el Estado, y fueron esos representantes elegidos del Estado, los que hicieron posible que este país, Euskadi y toda España, viviera en paz, con la libertad que garantiza la democracia.
Como decía un título bien adecuado de Julio Cortázar, “no se culpe a nadie” de este olvido, pero téngase en cuenta.
A Rubalcaba —y a Zapatero— le culparon de todo los que han tenido cuidado de pasar de puntillas por estos méritos.
En concreto, el que fue ministro del Interior, quizá el más insultado de los políticos de la democracia, volvió a su puesto en la Universidad Complutense, sigue enseñando química orgánica y todavía no tiene ni un átomo del reconocimiento que le alivie de los denuestos que le lanzaron.
Es justo hacer que esta memoria no sea tan solo el regocijo que Zapatero, Rubalcaba y su equipo deben sentir, legítimamente, por el deber de servicio público cumplido.
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