Una nueva biografía de Peggy Guggenheim y las memorias del subastador Simon de Pury enriquecen la visión del mercado del arte en el siglo XX.
No siempre bastan los artistas para empujar el arte.
A veces se necesita a alguien dispuesto a hacer lo que sea por sus obras.
Peggy Guggenheim (1898-1979), coleccionista y amiga de los grandes vanguardistas, afrontó uno de esos momentos en 1940. Faltaba poco para que los nazis ocuparan París, y entendió que su colección corría peligro.
Cuando solicitó al Louvre que le cediese un espacio en el escondite al que había trasladado su catálogo, los responsables del museo se negaron.
Consideraban sus obras "demasiado modernas" para que mereciese la pena salvarlas.
En la primera versión de sus memorias, Out of This Century, Peggy destaca que entre "lo que no consideraron digno de guardar" había obras de Kandinski, Klee, Picabia, Braque, Gris, Léger, Delaunay, además de Ernst, De Chirico, Tanguy, Dalí, Magritte, Brancusi, Giacometti, Moore o Arp.
El mundo aún no había hecho el recorrido necesario para valorar la importancia del arte que coleccionaba Peggy, "audaz y vanguardista en sus gustos", señala la investigadora Francine Prose en Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad, editado recientemente por Turner. Su libro coincide con la publicación de El subastador, las memorias de Simon de Pury (1951), quien comenzó como recepcionista sin sueldo en Sotheby’s, y un día acabó dirigiendo su oficina para Europa.
Entre un hito y otro, en los años 70 y 80 ejerció "el empleo supremo del mundo del arte": conservador de la colección del barón Henri Thyssen.
Fue un testigo privilegiado de la lujosa vida, los precios récord, el glamour y la extravagancia que rodearon el arte en el siglo XX.
Bajo la consigna "trabaja mucho, diviértete mucho", el barón lo llevó
por todas las esquinas del mundo en busca de felicidad y arte moderno
que sumar a la colección de los Viejos Maestros que le había legado su
padre, para quien el arte se había detenido en el siglo XVIII.
"A Henri le encantaba comprar".
En una ocasión De Pury localizó un mondrian que encajaba en su colección.
La única dificultad era que el cuadro se subastaba en la sede londinense de Sotheby’s, mientras ellos cenaban en la embajada de EE.UU. en París.
"¡Comprémoslo!", decidió Thyssen pese a todo, y se levantaron de la mesa, pidieron un teléfono, y al poco regresaron a la cena con la pintura.
Hacerse con un cuadro al día era el viejo sueño del barón, y que antes que él había querido cumplir Peggy Guggenheim, cuando el nazismo amenazó con frustrarlo.
Finalmente puso a salvo sus primeras 150 obras maestras subiéndolas a un barco que partió hacia Nueva York.
No era el tipo de transporte que a ella la dejaba tranquila.
En 1912, Benjamin Guggenheim, su padre, había decidido regresar a EE UU por el cumpleaños de una de sus hijas, y compró billetes para el Titanic
. Se ahogó.
Tras su muerte, que reveló una fortuna diezmada, los tíos de Peggy –entre ellos el también coleccionista Solomon Guggenheim– acordaron mantener a la viuda y las hijas.
Cuando Peggy cumplió 21 años, recibió 400.000 dólares, y a la muerte de su madre (1937) 400.000 más.
Era rica comparada con casi todo el mundo, pero no demasiado para tratarse de una Guggenheim.
En 1920, transformada por los libros que había leído y sus amistades, siempre interesantes, viajó a Europa decidida a ver grandes obras.
Es en esa época cuando se arrojará a matrimonios violentos y aventuras pasajeras sin fin.
Pese al complejo de inferioridad que la hacía creerse "fea", confiesa en sus memorias, se mostraba seductora, liberada sexualmente, y sin miedo a escandalizar.
En 1937, sin embargo, se dio cuenta de que en quince años "no había sido más que una esposa, una hija, una amiga, una madre y una mujer adinerada que sabía rodease de amigos interesantes".
De pronto, empezó a sentirse independiente, y en la búsqueda de un trabajo que diese sentido a su vida, surgió la idea de abrir una galería de arte en Londres.
La Guggenheim Jaune sirvió para que dejase de considerarse a sí misma una simple heredera, o una mera organizadora de fiestas.
Su tío Solomon, y su querida, la baronesa Hilla Rebay, ya habían empezado a reunir arte moderno, y "le pareció sugerente competir con ellos".
En 1938, asesorada por Marcel Duchamps, inauguró la galería con una muestra consagrada a Jean Cocteau.
No sería un negocio lucrativo, pero contribuiría "a fijar el prestigio de muchos artistas hasta entonces desconocidos en Inglaterra", señala Francine Prose.
La II Guerra Mundial estaba a las puertas y Peggy cerró la Guggenheim Jaune y se trasladó a París con el propósito de adquirir un cuadro al día.
Prose sugiere que en esa época se aprovechó de los artistas que "no sabían qué sería de sus vidas con la guerra" para comprar obra a precios irrisorios.
En Confesiones de una adicta al arte, Peggy revela que Constantin Brancusi llegó a pedirle cuatro mil dólares por Pájaro en el espacio, y "tuvimos una bronca tremenda".
Cuando los alemanes se acercaban a París, el artista aceptó una oferta varias veces inferior a lo que valía.
El día que fue a recogerla "le caían las lágrimas por las mejillas", cuenta Peggy.
Pese a todo, son reconocidos sus esfuerzos por ayudar a los artistas. En plena guerra, y aún después, contribuyó a la supervivencia de muchos vanguardistas, entre ellos André Bretón o Max Ernst, con quien llegó a casarse.
De vuelta a Nueva York la esperaba su proyecto más ambicioso. Art of This Century, el espacio que inauguró en 1942, cambiaría el modo de mirar el arte, con un entorno acorde a los movimientos que representaba (el surrealismo, el dadaísmo, el cubismo y la abstracción).
Dedicado una parte a museo y otra a galería que acogía exposiciones temporales y obras en venta, se convirtió en "un cruce entre un parque de atracciones, una casa encantada y un café parisiense" que todos deseaban visitar.
Un año después de la apertura llegó la primera gran exposición de Jackson Pollock, que aceptó el mecenazgo de Peggy, para la que pintó en tres horas el imponente mural que decoraría el vestíbulo de su casa.
El mundo se encaminaba hacia los años 50 y el mercado se disponía a dar un salto extraordinario hacia delante, y al mismo tiempo al vacío.
Comenzaba "la fascinación de las subastas".
Por primera vez, señala Simon de Pury, el arte empezó a ser tomado en serio como inversión y no sólo como placer, y a la pregunta "¿es hermoso?" se respondía con la pregunta "¿es caro?".
En la nueva ecuación de arte y dinero, el impresionismo y postimpresionismo se convirtieron en la inversión preferida de los compradores fuertes, pues "a diferencia de los Viejos Maestros, eran difíciles de falsificar".
De Pury considera 1998 como un año clave para el mercado, cuando Christie’s transformó las reglas del juego al redefinir el arte contemporáneo como las obras creadas no después de la II Guerra Mundial, sino de 1970
. La codicia hizo el resto, hasta llegar a la actualidad, donde hay "entre 25 y 35 personas en el mundo dispuestas a gastar más de cien millones de dólares en una pieza; otras 100 o 125 que podrían gastar, tal vez, cincuenta millones.
Las obras que se venden por un millón de dólares ya ni siquiera se mencionan".
Cuatro años después de abrir Art of This Century en Nueva York, en
los que derrochó todas sus energías, y experimentó la felicidad y el
vacío a partes iguales, Peggy Guggenheim volvió a sentirse atraída por
Europa.
A veces se necesita a alguien dispuesto a hacer lo que sea por sus obras.
Peggy Guggenheim (1898-1979), coleccionista y amiga de los grandes vanguardistas, afrontó uno de esos momentos en 1940. Faltaba poco para que los nazis ocuparan París, y entendió que su colección corría peligro.
Cuando solicitó al Louvre que le cediese un espacio en el escondite al que había trasladado su catálogo, los responsables del museo se negaron.
Consideraban sus obras "demasiado modernas" para que mereciese la pena salvarlas.
En la primera versión de sus memorias, Out of This Century, Peggy destaca que entre "lo que no consideraron digno de guardar" había obras de Kandinski, Klee, Picabia, Braque, Gris, Léger, Delaunay, además de Ernst, De Chirico, Tanguy, Dalí, Magritte, Brancusi, Giacometti, Moore o Arp.
El mundo aún no había hecho el recorrido necesario para valorar la importancia del arte que coleccionaba Peggy, "audaz y vanguardista en sus gustos", señala la investigadora Francine Prose en Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad, editado recientemente por Turner. Su libro coincide con la publicación de El subastador, las memorias de Simon de Pury (1951), quien comenzó como recepcionista sin sueldo en Sotheby’s, y un día acabó dirigiendo su oficina para Europa.
Entre un hito y otro, en los años 70 y 80 ejerció "el empleo supremo del mundo del arte": conservador de la colección del barón Henri Thyssen.
Fue un testigo privilegiado de la lujosa vida, los precios récord, el glamour y la extravagancia que rodearon el arte en el siglo XX.
"A Henri le encantaba comprar".
En una ocasión De Pury localizó un mondrian que encajaba en su colección.
La única dificultad era que el cuadro se subastaba en la sede londinense de Sotheby’s, mientras ellos cenaban en la embajada de EE.UU. en París.
"¡Comprémoslo!", decidió Thyssen pese a todo, y se levantaron de la mesa, pidieron un teléfono, y al poco regresaron a la cena con la pintura.
Hacerse con un cuadro al día era el viejo sueño del barón, y que antes que él había querido cumplir Peggy Guggenheim, cuando el nazismo amenazó con frustrarlo.
Finalmente puso a salvo sus primeras 150 obras maestras subiéndolas a un barco que partió hacia Nueva York.
No era el tipo de transporte que a ella la dejaba tranquila.
En 1912, Benjamin Guggenheim, su padre, había decidido regresar a EE UU por el cumpleaños de una de sus hijas, y compró billetes para el Titanic
. Se ahogó.
Tras su muerte, que reveló una fortuna diezmada, los tíos de Peggy –entre ellos el también coleccionista Solomon Guggenheim– acordaron mantener a la viuda y las hijas.
Cuando Peggy cumplió 21 años, recibió 400.000 dólares, y a la muerte de su madre (1937) 400.000 más.
Era rica comparada con casi todo el mundo, pero no demasiado para tratarse de una Guggenheim.
En 1920, transformada por los libros que había leído y sus amistades, siempre interesantes, viajó a Europa decidida a ver grandes obras.
Es en esa época cuando se arrojará a matrimonios violentos y aventuras pasajeras sin fin.
Pese al complejo de inferioridad que la hacía creerse "fea", confiesa en sus memorias, se mostraba seductora, liberada sexualmente, y sin miedo a escandalizar.
En 1937, sin embargo, se dio cuenta de que en quince años "no había sido más que una esposa, una hija, una amiga, una madre y una mujer adinerada que sabía rodease de amigos interesantes".
De pronto, empezó a sentirse independiente, y en la búsqueda de un trabajo que diese sentido a su vida, surgió la idea de abrir una galería de arte en Londres.
La Guggenheim Jaune sirvió para que dejase de considerarse a sí misma una simple heredera, o una mera organizadora de fiestas.
Su tío Solomon, y su querida, la baronesa Hilla Rebay, ya habían empezado a reunir arte moderno, y "le pareció sugerente competir con ellos".
En 1938, asesorada por Marcel Duchamps, inauguró la galería con una muestra consagrada a Jean Cocteau.
No sería un negocio lucrativo, pero contribuiría "a fijar el prestigio de muchos artistas hasta entonces desconocidos en Inglaterra", señala Francine Prose.
La II Guerra Mundial estaba a las puertas y Peggy cerró la Guggenheim Jaune y se trasladó a París con el propósito de adquirir un cuadro al día.
Prose sugiere que en esa época se aprovechó de los artistas que "no sabían qué sería de sus vidas con la guerra" para comprar obra a precios irrisorios.
En Confesiones de una adicta al arte, Peggy revela que Constantin Brancusi llegó a pedirle cuatro mil dólares por Pájaro en el espacio, y "tuvimos una bronca tremenda".
Cuando los alemanes se acercaban a París, el artista aceptó una oferta varias veces inferior a lo que valía.
El día que fue a recogerla "le caían las lágrimas por las mejillas", cuenta Peggy.
Pese a todo, son reconocidos sus esfuerzos por ayudar a los artistas. En plena guerra, y aún después, contribuyó a la supervivencia de muchos vanguardistas, entre ellos André Bretón o Max Ernst, con quien llegó a casarse.
De vuelta a Nueva York la esperaba su proyecto más ambicioso. Art of This Century, el espacio que inauguró en 1942, cambiaría el modo de mirar el arte, con un entorno acorde a los movimientos que representaba (el surrealismo, el dadaísmo, el cubismo y la abstracción).
Dedicado una parte a museo y otra a galería que acogía exposiciones temporales y obras en venta, se convirtió en "un cruce entre un parque de atracciones, una casa encantada y un café parisiense" que todos deseaban visitar.
Un año después de la apertura llegó la primera gran exposición de Jackson Pollock, que aceptó el mecenazgo de Peggy, para la que pintó en tres horas el imponente mural que decoraría el vestíbulo de su casa.
El mundo se encaminaba hacia los años 50 y el mercado se disponía a dar un salto extraordinario hacia delante, y al mismo tiempo al vacío.
Comenzaba "la fascinación de las subastas".
Por primera vez, señala Simon de Pury, el arte empezó a ser tomado en serio como inversión y no sólo como placer, y a la pregunta "¿es hermoso?" se respondía con la pregunta "¿es caro?".
En la nueva ecuación de arte y dinero, el impresionismo y postimpresionismo se convirtieron en la inversión preferida de los compradores fuertes, pues "a diferencia de los Viejos Maestros, eran difíciles de falsificar".
De Pury considera 1998 como un año clave para el mercado, cuando Christie’s transformó las reglas del juego al redefinir el arte contemporáneo como las obras creadas no después de la II Guerra Mundial, sino de 1970
. La codicia hizo el resto, hasta llegar a la actualidad, donde hay "entre 25 y 35 personas en el mundo dispuestas a gastar más de cien millones de dólares en una pieza; otras 100 o 125 que podrían gastar, tal vez, cincuenta millones.
Las obras que se venden por un millón de dólares ya ni siquiera se mencionan".
La vida en Venecia
Esta vez caería rendida a Venecia.
Recibió una invitación para
exponer su colección en la Bienal, y se dejó cortejar.
Fue "un éxito
formidable". Para muchos significó su primer encuentro con el
expresionismo abstracto de Pollock, Motherwell, De Kooning o Rothko.
En
1951 la colección se acomodó en el palazzo Venier dei Leoni, en cuyo
patio hizo instalar una obra de Marino Marini formada por un caballo y
un jinete con un gran pene que apuntaba hacia las embarcaciones en
tránsito entre el museo y la prefectura de Venecia.
Marini había
diseñado la obra de tal modo que se pudiese desmontar el pene, que Peggy
"retiraba cuando sabía que podían pasar monjas por delante".
El palazzo, en el que residió hasta su muerte en
1979, siguió conservando la colección pese a que tres años antes de
fallecer Peggy decidió transferirla al Guggenheim Museum.
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