Durante la fase de enamoramiento, el cerebro nos lleva al placer y la
relajación, pero también a la desconexión de la región que nos hace
pensar, valorar y ver los pros
y contras de la persona amada. Pasar a otra etapa es casi cuestión de
supervivencia.
EL AMOR romántico es un fenómeno universal, de siglos de tradición, el
sentimiento humano sobre el que más se ha pensado y escrito.
Por ningún
otro se ha sufrido ni disfrutado con tanta intensidad.
De ningún otro
podemos ser siempre –y todos– víctimas y verdugos.
Y sin embargo la
neurociencia del amor apenas tiene 30 años. Enamoramiento y amor no son
lo mismo.
El amor es duradero, maduro, acepta errores.
El enamoramiento
es transitorio y no es que no acepte equivocaciones, simplemente no las
ve.
Cuando nos enamoramos, en realidad no vislumbramos al otro en su
totalidad: la persona observada funciona como una pantalla donde
proyectamos aspectos idealizados de nosotros mismos.
Es habitual encontrar referencias que consideran esta situación como
“trastorno”, “enfermedad” o “locura”.
El propio Ortega y Gasset hablaba
de un estado de “idiocia transitoria”.
Y sin embargo no debemos
referirnos en absoluto a lo que sucede en el cerebro de la persona
enamorada como anómalo o disfuncional.
Podemos considerarlo una
oportunidad para comprender a quienes sí sufren enfermedades, esos
mismos síntomas, pero sin estar enamorados.
Sufrir, disfrutar y sentir
así estando enamorado es normal.
Las reacciones fisiológicas que se ponen en marcha son numerosas.
La visualización de la persona enamorada –ya sea directa o a través de
la memoria– conecta el sistema de recompensa, que es la base cerebral
del enamoramiento.
Y hace que toda nuestra actividad mental se centre en
conseguir el objetivo: al activarse este mecanismo se hacen las mal
llamadas “locuras” por amor, como cruzar un continente para poder ver al
amante durante un instante.
Simplificando cómo actúa esta área en lo referente al amor, podríamos
decir que toma dos vías: una estimulante –que concentra nuestra
atención y nuestros sentimientos en esta persona produciendo por un lado
sensación de intenso placer y a la vez de relajación–, y otra inhibitoria, descartando todas las características negativas,
impidiendo apreciar los errores e incapacitando al observador para
emitir juicios sobre la persona de la que está embelesado.
La corteza prefrontal es la más racional del cerebro, la que nos hace
pensar, razonar, valorar pros, contras y alternativas, hacer, al fin y
al cabo, juicios.
Si observar o pensar en la persona amada hace que esta
región cerebral se apague, es comprensible que exista
tendencia a obviar sus fallos.
No concebimos que nuestro amado pueda
tener malas intenciones ni observamos en él defectos.
Perdemos,
efectivamente, el juicio porque el sistema de recompensa está
inhibiendo, apagando, el centro encargado del razonamiento.
Y
todo a causa de las sustancias químicas que operan en estas estructuras
cerebrales, fundamentalmente la dopamina, la noradrenalina y la
serotonina.
Al visualizar a la person amada, se estimula el sistema límbico y se
produce una liberación ingente de dopamina, la sustancia del amor, del
placer, del disfrute… y de la adicción.
Se asocia con la motivación y
las conductas orientadas a alcanzar un fin, por lo que buscamos las
cosas que tenemos en común, pudiendo hacer que cambiemos hábitos como
nuestra manera de vestir o nuestros gustos musicales con el fin de
agradar.
Si surgen obstáculos para la relación, los sentimientos se
intensifican: es el efecto Romeo y Julieta, porque al percibir la
adversidad aumenta aún más la producción de dopamina en el cerebro.
La noradrenalina también se incrementa y ayuda –entre otras cosas– a
focalizar la atención.
Favorece el aprendizaje de estímulos novedosos:
miramos a la persona como algo nuevo e inigualable.
Al estar
intensamente activado el hipocampo –centro de la memoria–, recordaremos
detalles minúsculos del ser amado y del tiempo que hemos pasado juntos.
La disminución de la serotonina conlleva una tendencia al pensamiento
obsesivo.
No podemos dejar de pensar en él o ella, analizamos todo lo
que hace, lo que dice, lo que piensa.
Tendemos a una excesiva
observación y posesión.
El exceso de atención en la respuesta del otro produce una sensación
de enlentecimiento del paso del tiempo: nunca una respuesta parece que
tarda tanto tiempo en llegar como cuando es muy esperada. Cualquier
pequeña muestra de desatención puede desencadenar una cascada de
inseguridades y temor a la pérdida, con el consiguiente refuerzo
adictivo.
El enamoramiento produce un estado de excitación cerebral tan intenso
que impide desarrollar cualquier otra actividad, por eso se ha de
terminar.
No se podría vivir en un estado de enamoramiento constante, el
cuerpo no lo soportaría y nuestra responsabilidad social tampoco. Por
eso necesitamos el amor.
Tras la fase de enamoramiento se ponen en marcha otros mecanismos, se
activan otras zonas regidas por otras sustancias cuya finalidad se
acerca más a la compañía y el cuidado a largo plazo, más a la crianza
que a la reproducción.
Esta aproximación reduccionista de lo que sucede en nuestro cerebro
cuando estamos enamorados necesita de un acompañamiento sociológico y
estético.
La neurociencia no sirve para explicar el amor, de modo que
mejor dejemos que sigan encargándose los poetas.
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