. Con 90 años y graves problemas en la vista, la pintora extraordinaria de los colores brillantes, las flores vivas y los paisajes infinitos regresaba a esa ciudad que había amado y pintado como pocos hasta que, paulatinamente, la fue sustituyendo por Nuevo México.
En la primavera de 1929, huyendo de lo rutinario en la crónica familiar, buscando nuevas fuentes de inspiración, O’Keeffe se había embarcado en un largo viaje con mucho de iniciático y de renuncia a la vida de éxitos que llevaba junto a Alfred Stieglitz, mítico fotógrafo, editor de la revista Camera Work y propietario de la galería neoyorquina 291.
Casi de repente, la artista tomaba el tren hacia el oeste junto a su amiga y amante Rebecca Strand, pintora autodidacta británica y esposa del fotógrafo Paul Strand.
A partir de 1929, O’Keeffe realizó viajes anuales a Nuevo México, y en 1949, fallecido ya su marido, terminó por establecer su residencia de forma permanente, entre las grandes extensiones y los espacios abiertos.
El periplo al oeste fue drástico, sin duda, pero no excepcional. Otros creadores quisieron por entonces “buscar América” tras los pasos de los colonizadores.
Primero fue un modo de rescatar lo pretérito, acallado por el ruido de las grandes ciudades, que rugían; después, una estrategia para encontrar las raíces, un punto de gravedad tras la caída de la Bolsa en 1929; incluso, una exploración de la pobreza y el dolor, a la manera de Dorothea Lange.
Años después se convirtió en una fórmula revolucionaria para la generación beat cuando Jack Kerouac describió esa ruta sin fin en la novela de 1957 En el camino.
Sin embargo, en 1978 la revolución habitaba otros lugares. Las cosas –y el mundo– habían cambiado radicalmente
. A su regreso a Nueva York, la metrópolis a la que se había mudado en 1916, con 28 años, dispuesta a dejar atrás la enseñanza para entregarse a la creación, O’Keeffe –cuya obra puede verse hasta el 30 de octubre en una retrospectiva en la Tate Modern de Londres– fue adorada como un clásico del arte estadounidense.
en la primavera de 1929, la pintora emprendió un viaje con mucho de
iniciático y de renuncia a la vida de éxitos con su marido, el
fotógrafo alfred stieglitz
La exposición le devolvía una visión inesperada de sí misma: múltiple, abierta, móvil, con nuevos trazos en cada encuadre, imposible de pespuntear o atrapar; distante incluso, como si la persona en aquellas maravillosas imágenes no fuera ella.
“Cuando miro las fotografías que me hizo –algunas de ellas hace más de 60 años–, me pregunto quién será esa persona.
Parece que hubiera vivido muchas vidas. Si esa persona existiera hoy en el mundo, sería alguien muy diferente.
Pero no tiene importancia, Stieglitz la retrató entonces”, escribía la artista (Wisconsin, 1887-Nuevo México, 1986) en el texto introductorio del catálogo.
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