El escritor se reinventa como artista contemporáneo.
Tras el revuelo que
armó con ‘Sumisión’, la novela donde pronosticaba el dominio musulmán
de Europa, ahora desembarca en el Palais de Tokyo de París con
fotografías que retratan sus obsesiones: desde el vacío existencial
hasta el apocalipsis.
TRAS SEMBRAR el pánico en el mundo de la literatura, Michel Houellebecq
se dispone a hacerlo en el del arte
. Superado uno de los años más
complicados de su vida –el que acompañó la publicación de Sumisión,
su sexta novela, en la que profetiza la islamización de Francia y que
le ha valido amenazas de muerte–, el escritor se reinventa como fotógrafo.
Houellebecq acaba de inaugurar una exposición en el Palais de Tokyo,
museo parisiense especializado en el más novedoso arte contemporáneo,
que permanecerá abierta hasta el final del verano. Sus imágenes retratan
paisajes decadentes y desangelados, repletos de edificios brutalistas
en los que un día se practicó el turismo de masas, parecidos a los que
uno logra visualizar cuando lee sus novelas.
Houellebecq también ha
protagonizado una performance en la bienal Manifesta, en
Zúrich, donde se ha sometido a un estricto control médico del que ahora
expone el resultado: análisis de sangre y radiografías, resonancias
magnéticas y animaciones del latido de su corazón, reproducciones de su
cráneo y de su mano derecha. “Todo el mundo sabe que no lleva una vida muy sana. Y, sin embargo,
tiene buena salud”, explicó Henry Perschak, el médico suizo que condujo
los análisis.
Si el escritor, premio Goncourt, es un icono de nuestro tiempo, es
comprensible que el más nimio de sus gestos sea percibido como una
auténtica obra de arte, casi como si fuera un Dalí o un Warhol. Envuelto
en su sempiterna parka, sin escolta a la vista y con la dentadura
postiza bien colocada, Houellebecq se presenta en un restaurante pegado
al Sena en una de las tardes que precedieron a su histórica crecida y
desbordamiento, tal vez los primeros síntomas de ese apocalipsis que no
deja de pronosticar.
El autor de Las partículas elementales pide al camarero una botella de vino blanco, una tabla de quesos y un cenicero, del que se servirá para encadenar innumerables silk cuts,
que se fumará sujetándolos entre el anular y el corazón.
A sus 60 años,
Houellebecq parece la sombra de sí mismo. “Ya no tengo interior / Ni
pasión, ni calor; / Pronto me reduciré / A mi estricto volumen”, jura en
uno de los poemas de su última antología, Configuración de la última orilla, que acaba de publicar Anagrama.
El primer sentimiento que despierta es, inexplicablemente, la
compasión.
Su voz resulta titubeante. Su sonrisa, tímida e infantil. Lo
que seguirá será una conversación llena de silencios, cubiertos por el
sonido algo angustiante de un ruidoso ventilador.
En ella desgranará
escrupulosamente, sin perseguir la polémica ni el escándalo, cómo piensa
y trabaja, cómo percibe el mundo y cómo traduce esa visión en su obra.
La primera imagen de su exposición contiene esta leyenda: “Hagan sus
apuestas”.
La última de ellas dice: “No tiene usted ninguna
posibilidad”.
El apocalipsis aparece en libros suyos como La posibilidad de una isla, en El mapa y el territorio y, en cierta manera, en Sumisión,
donde describe la desaparición de la cultura francesa.
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