Siempre entre las nubes hay esos huequitos de Sol que te dan valor.
Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
3 jul 2016
El retrato del organista...........................................................Javier Marías
Hubo un tiempo en el que los ancianos jamás eran peleles infantilizados.
Era cuando la sociedad no tenía prisa por jubilarlos con gran soberbia.
SIEMPRE que voy a una exposición del Museo del Prado aprovecho la visita
para asomarme a dos o tres de mis cuadros favoritos, entre los que
están los imaginables y otros que no lo son tanto. Y a menudo me acabo
acercando a un retrato de un pintor español cuyo nombre corriente dice
poco a la mayoría: Vicente López (1772-1850). Su obra más conocida es el
que le hizo a Goya en 1826, con pincel y paleta en las manos y bien
trajeado por una vez. Sin duda es un excelente y algo academicista
retrato, pero no es ese el que a mí me gusta contemplar largo rato,
incansablemente. Éste es Félix Máximo López, de 1820, padre del
artista –infiero, pero no me consta– a tenor de la inscripción bien
legible sobre el teclado de un clavecín en el que el anciano apoya su
brazo izquierdo: “A D. Félix Máximo López, primer Organista de la Real
Capilla de Su Majestad Católica y en loor de su elevado mérito y noble
profesión, el amor filial”. Me imagino que el cuadro podrá verse en
Internet.Ese viejo organista parece en verdad muy viejo, aunque váyase a saber
qué edad tenía cuando fue pintado. Y sin embargo su atuendo y su actitud
son aún presumido y desafiante, respectivamente. Una chaqueta de bonito
azul marino con botonadura dorada queda empalidecida al lado de su
chaleco rojo vibrante, con su ondulación, y de los puños de la chaqueta a
juego con él. En la mano derecha sujeta una partitura cuyo título puede
leerse del revés: “Obra de los Locos, Primera parte”. Inclinado junto a
la manga, un bastoncillo de empuñadura dorada, recta y breve. La mano y
el brazo izquierdos, sobre el mencionado clavecín. El pelo blanco y
escaso lo lleva peinado un poco hacia adelante, a la manera de los
romanos pudorosos de su calvicie, y las cejas pobladas también se ven
encanecidas. Las orejas son grandes, pero bien pegadas a la cabeza; la
nariz ancha pero proporcionada con el resto; el labio superior más bien
exiguo, casi retraído, y sobre él se advierte una cicatriz vertical;
entre la mejilla y la nariz se adivina una verruga nada aparatosa, como
si se le hubiera posado una mosca ahí. Todo el retrato rebosa fuerza y a
mí me produce, como pocos otros, la sensación de tener enfrente a ese
hombre vivo, a él y no su representación; y esa fuerza está sobre todo
en la mirada, como suele ocurrir. El viejo mira fijamente al espectador
como sin duda miró muchas veces a sus discípulos y a sus seres cercanos. Y cada vez que contemplo esos ojos me parece oír voces distintas y
acaso contradictorias. Un día los imagino encarándose con alguien que le ha pedido ser su
aprendiz, o una recomendación: “¿Así que quiere usted ser organista,
joven, como yo? Pocos están dotados, y si no lo está ya se puede
esforzar, que de nada le va a servir”. Otro día los oigo murmurar: “Sí,
ya soy viejo, hijo, y quieres retratarme antes de que me muera. Podía
habérsete ocurrido antes, cuando no tenía este aspecto. Pero si se me ha
de ver así en el futuro, te aseguro que no me mostraré decrépito, sino
aún lleno de vigor. Empieza y acaba ya, cuando todavía estamos a
tiempo”. Un tercer día los oigo asustados, pero disimulando su temor y
esa incomprensión de las cosas que muchos ancianos llevan puesta
permanentemente en la mirada, como si ya todo les resultara ajeno y
baladí: “No sé quiénes sois ni qué buscáis, no entiendo vuestros afanes y
empeños, todavía dais importancia a insignificancias, aún lucháis y
ambicionáis y envidiáis, todavía sufrís; cuánto os falta para cesar,
como ya he cesado yo”. Siempre, en todo caso, oigo hablar a esos ojos,
en tono brioso, y de escepticismo, y de reto. Alguna vez me he figurado
que se dirigían al Rey, Fernando VII, y que en ese caso estarían
pensando: “¿Qué sabrás tú de música ni de nada, especie de mentecato
pomposo y cruel?” No quedan muchos viejos así en la vida real. Se los ha domesticado
haciéndoles creer que aún son jóvenes, tanto que se los trata como a
niños. Tiempo atrás escribí de la lástima que me daba un grupo de ellos,
completando tablas de gimnasia en pantalones cortos, en una plaza. Con
esos pantalones los vemos a manadas ahora, en verano. Sus hijas y nueras
los han engañado: “¿Por qué no vas a ponértelos, si así vas más cómodo y
fresco?” Apenas quedan viejos no ya dignos, sino que continúen siendo
los hombres que fueron, sólo que con más edad. Hubo un tiempo –largo
tiempo– en el que los ancianos no abdicaban de su masculinidad y jamás
eran peleles infantilizados. En el que seguían siendo fuertes, incluso
temibles, en el que se revestían de autoridad. Claro que era un tiempo
en el que la sociedad no tenía prisa por deshacerse de ellos, por
arrumbarlos, por entontecerlos, por desarmarlos y jubilarlos con gran
soberbia, como si no tuvieran nada que enseñar. Si miran el retrato del
primer Organista Félix Máximo López, seguro que reconocerán al instante
de qué les hablo.Es bueno que miren el retrato para ver que bien lo ha descrito Javier Marías y en general de tantos hombres que hasta el final fueron ellos mismos. Como mi padre, por ejemplo.
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