Perrolatría.................................................................Javier Marias
Lo de los “derechos” de los animales es un despropósito. Con frecuencia
son sus propietarios quienes quieren para sí una especie de privilegio
añadido.
c UANDO Obama ocupó la Casa Blanca hace casi ocho años, se
encontró con un problema inesperado, mucho más grave que su raza o su
poco definida religión: no tenía perro. Hubo de comprarse uno a toda
prisa, porque en los Estados Unidos hace mucho que se llegó a la
peregrina conclusión de que quien carece de perro es mala persona. España presume de ser un país muy antiamericano, pero copia con
servilismo todas las imbecilidades que desde allí se exportan, y casi
ninguna de las cosas buenas o inteligentes. En la beatería por los chuchos (y por extensión por todos los animales,
dañinos o no), estamos alcanzando cotas demenciales, y, sobre todo, los
dueños de canes quieren imponer sus mascotas a los demás, nos gusten o
no. Leo que sólo en Madrid hay más de 270.000 censados, cifra altísima,
pero que no deja de representar a una minoría de madrileños. Ésta, sin
embargo, en consonancia con la lerda idea estadounidense de que los
perrólatras gozan de superioridad moral y de un salvoconducto de
“bondad” (Hitler se contaba entre ellos), abusa sin cesar y exige
variados “derechos” para sus perros. Lo de los “derechos” de los
animales es uno de los mayores despropósitos (triunfantes) de nuestra
época. Ni los tienen ni se les ocurriría reclamarlos. Quienes se erigen
en sus “depositarios” son humanos muy vivos, con frecuencia sus
propietarios, que en realidad los quieren para sí, una especie de
privilegio añadido. Los animales carecen de derechos por fuerza, lo cual
no obsta para que nosotros tengamos deberes para con ello s,
algo distinto. Uno de esos deberes es no maltratarlos gratuitamente,
desde luego (pero si nos atacan o son nocivos también tenemos el derecho
e incluso la obligación de defendernos de ellos). Los dueños de perros claman ahora por que se deje entrar a éstos en casi
todas partes: en bares, restaurantes, tiendas, galerías de arte,
museos, librerías, y aun se les creen sus propios parques … Una
apasionada declara: “No apoyo sitios en los que no me dejen entrar con
mi familia” (sic ). “Vaya con o sin mis perros”. (Supongo que
regiría igual para quien decidiera adoptar jabalíes, serpientes o
cachorros de tigre.) Ella y otros entusiastas celebran que ahora La Casa
Encendida abra sus puertas a los perros, y no sé si también la
Calcografía Nacional (donde se ha hecho una exposición de la Tauromaquia de Goya tan manipulada y falseada que se convirtió al pintor en un “animalista avant la lettre ”
(!). En lo que a mí respecta, ya sé qué sitios no voy a volver a pisar,
por si las moscas. Nada tengo contra los perros, que a menudo son
simpáticos y además no son responsables de sus dueños. Pero no me
apetece estar en un restaurante rodeado de ellos. No todos están
educados, no todos están limpios ni libres de enfermedades, no todos se
abstienen de hacer sus necesidades donde les urjan, muchos ladran en
cualquier momento por cualquier motivo. Con frecuencia sus amos no se conforman con uno, sino que llevan tres o
cuatro, cada uno con su larga correa que ocupa la calle entera e impide
transitar a los peatones. Un perro es, además, un lujo. Su mantenimiento
es carísimo y una esclavitud, desde la comida especial hasta las
expulgaciones, las continuas visitas al veterinario, los lavados y
peinados y “esquilados” a cargo de expertos, incluso el tratamiento
“psiquiátrico” que necesitan muchos porque se “estresan”, se asustan al
oír el timbre, se desquician en pisos de escasos metros y en ciudades no
preparadas para su sobreabundancia. De las cacas que van sembrando no
hablemos; por mucho que se obligue a sus amos a recogerlas en una
operación de relativa asquerosidad, siempre los habrá que se negarán a
la humillación. Nada tengo contra los perros, ya digo, pero hay mucha
gente que sí, que les tiene miedo y no los soporta. Y se los intenta
imponer a esa gente en todas partes, hasta mientras come. Entre ella estaba Robert Louis Stevenson, que escribió en 1879: “Me vi
muy alterado por los ladridos de un perro, animal que temo más que a
cualquier lobo. Un perro es notablemente más bravo, y además está
respaldado por el sentido del deber. Si uno mata a un lobo, recibe
ánimos y parabienes; pero si mata a un perro, los sagrados derechos de
la propiedad y el afecto elevan un clamor y piden reparación … El agudo y
cruel ladrido de un perro es en sí mismo un intenso tormento … En este
atractivo animal hay algo del clérigo o del jurista … Cuando viajo a
pie, o duermo al raso, los detesto tanto como los temo”. Todo esto se
olvida, en efecto: según su tamaño y su raza, el que va con perro porta
un arma. Si está prohibido ir por ahí con una pistola o un cuchillo de
ciertas dimensiones, no se entiende tanta permisividad con una bestia
que obedecerá a su amo y que éste puede lanzar contra quien le plazca. Una vez un vecino misantrópico me insultó gravemente, sin motivo, en el
portal. Mi reacción normal habría sido encararme con él. Pero el hombre
sujetaba a un perro de aspecto fanático, que a su orden habría defendido
a su dueño aunque éste no llevara razón. Como es natural, porque a los
canes no les corresponde averiguar tales matices, sino someterse
ciegamente a quien los alimenta y cuida. Si eso no es un peligro en
potencia … En Madrid hay los perros que dije, así que no quiero
imaginarme cuántos enemigos me he creado en España con estas líneas.
Ninguno tendrá cuatro patas, eso es seguro.
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