Sonido compacto y potente en la presentación del último trabajo de músico.
Hace tan solo unas semanas Jean-Michel Jarre editaba la segunda parte de su díptico Electronica, subtitulado esta vez The heart of Noisey
para demostrar precisamente eso, que el ruido tiene corazón, se plantó
en la noche de ayer viernes en el escenario más aparatoso de todos los
montados por el Sónar en la Fira de L’Hospitalet.
No era una actuación más ya que el músico de Lyon había escogido el festival barcelonés para montar la presentación mundial de su nuevo espectáculo basado precisamente en la música de ese disco
. La expectación se notaba y la pregunta más repetida era ¿qué va a hacer Jarre?
Pocas pistas podían extraerse del escenario totalmente negro en el que el dj Ángel Molina intentaba poner en movimiento al personal para acortar la espera; no se puede ni debe tratar a Molina como a un telonero pero esta vez lo parecía
. El público se iba acercando pero nadie bailaba.
Un público que, ni en los momentos más cálidos de la actuación de Jarre, llegó a llenar la tercera parte de ese hangar gigantesco de techos metálicos abovedados que para la ocasión se bautiza como SónarClub y que, con su impresionante volumen, las luces nerviosas y cambiantes y la profusión de rayos láser disparados contra el personal, parecía sacado directamente de una película de ciencia ficción.
A las 22,30, con exquisita puntualidad, un cañonazo de tonos subgraves lo conmovió todo
. El suelo temblaba mientras el escenario cobraba vida
. Unas primeras cascadas de colores rápidamente se fueron transformando en una mezcla tan delirante como atractiva de formas cambiantes que rodeaban la tarima sobre la que Jarre manipulaba todo tipo de artilugios, incluida una guitarra
. Con la ayuda de otros dos músicos en la retaguardia consiguió emular sin fisuras la sonoridad de sus dos últimos discos antes de lanzarse a la recuperación obligada de alguno de sus éxitos.
No era una actuación más ya que el músico de Lyon había escogido el festival barcelonés para montar la presentación mundial de su nuevo espectáculo basado precisamente en la música de ese disco
. La expectación se notaba y la pregunta más repetida era ¿qué va a hacer Jarre?
Pocas pistas podían extraerse del escenario totalmente negro en el que el dj Ángel Molina intentaba poner en movimiento al personal para acortar la espera; no se puede ni debe tratar a Molina como a un telonero pero esta vez lo parecía
. El público se iba acercando pero nadie bailaba.
Un público que, ni en los momentos más cálidos de la actuación de Jarre, llegó a llenar la tercera parte de ese hangar gigantesco de techos metálicos abovedados que para la ocasión se bautiza como SónarClub y que, con su impresionante volumen, las luces nerviosas y cambiantes y la profusión de rayos láser disparados contra el personal, parecía sacado directamente de una película de ciencia ficción.
A las 22,30, con exquisita puntualidad, un cañonazo de tonos subgraves lo conmovió todo
. El suelo temblaba mientras el escenario cobraba vida
. Unas primeras cascadas de colores rápidamente se fueron transformando en una mezcla tan delirante como atractiva de formas cambiantes que rodeaban la tarima sobre la que Jarre manipulaba todo tipo de artilugios, incluida una guitarra
. Con la ayuda de otros dos músicos en la retaguardia consiguió emular sin fisuras la sonoridad de sus dos últimos discos antes de lanzarse a la recuperación obligada de alguno de sus éxitos.
Parecía difícil pero en el mundo de la electrónica todo es posible hasta recrear a músicos que en ese momento deben estar a miles de kilómetros de distancia haciendo cualquier otra cosa.
Así sucedió, por ejemplo con la voz de la canadiense Peaches o la proclama del activista estadounidense Edward Snowden (enlatada en su refugio moscovita).
Un sonido compacto y potente que, al tratarse de un recinto cerrado (por grande que fuera), te zarandeaba con fuerza golpeándote la boca del estómago marcó una actuación en la que el entramado sonoro parecía el necesario acompañamiento de un espectáculo visual verdaderamente impresionante. Una producción videográfica a menudo en tres dimensiones que alcanzó momentos sobresalientes como la invasión de marcianitos de ojos resplandecientes que acompañó la cuarta parte de Equinoxe o el arpa láser de The time machine.
Y una vez más dio la impresión de que el público de Jarre estaba allí más para disfrutar con la vista más que con el oído.
Y razón no les faltaba porque lo visto superó cualquier expectativa (que eran muchas) mientras la música caminaba por senderos ya conocidos. Stardust cerró ochenta minutos de actuación y nadie pidió un bis.
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