El premio Nobel de Literatura húngaro, Imre Kertész, superviviente de Auschwitz, falleció este jueves a los 86 años en su ciudad natal, Budapest.
Su obra, sobre todo su novela Sin destino (Acantilado), que tardó 13 años en escribir y publicó en 1975, ofrece tanto desde el punto de vista literario como testimonial una ventana única para observar el acontecimiento que define el siglo XX: el Holocausto. Kertész era un muchacho de 15 años cuando fue deportado en 1944 por la policía húngara al campo de exterminio alemán de Auschwitz, en Polonia. Cuando regresó a Hungría, no sólo halló el apartamento de sus padres ocupado por extraños, sino que se dio cuenta de que se encontraba totalmente solo, que toda su familia había sido engullida por la máquina de asesinar nazi.
Esa sensación de soledad ante el horror, de que cada decisión tomada
por un adolescente que no ha cumplido la mayoría de edad puede
determinar su vida o su muerte, se encuentra en el corazón de la obra de
Kertész, que recibió el premio Nobel de Literatura en 2002. Fiasco, Kaddish para un hijo no nacido, Liquidación o sus diarios, La última posada, cuya publicación tiene prevista en breve su editorial española, Acantilado,
forman una obra no demasiado abundante, pero cuya intensidad, sabiduría
y lucidez la convierten en uno de los monumentos literarios del siglo
XX.
El novelista húngaro arrastra al lector a los recovecos del sistema de exterminio nazi sin utilizar apenas adjetivos, con unas descripciones precisas que se quedan grabadas en la memoria. Sus textos atrapan por su belleza literaria y, a la vez, por el espeluznante mundo que describen, por la forma en que nos obligan a reflexionar sobre el mal absoluto.
Kertész, que padecía parkinson y había anunciado que dejaba la literatura, había regresado a Hungría en 2013, después de vivir durante años en Alemania, y se mostraba tremendamente crítico con la deriva autoritaria que padece su país bajo el Gobierno de Viktor Orban. “Allí campan por sus fueros los antisemitas y la ultraderecha”, señaló en una entrevista con este diario realizada por Adan Kovacsics, uno de sus traductores al castellano. En aquella misma entrevista, publicada en enero de 2013, hablaba de un acontecimiento transcendental que ha marcado el final de su vida: la desaparición de los testigos, la conciencia de que su voz es una de las últimas que podrán contar en primera persona el Holocausto.
El escritor, como Elie Wiesel, otro judío húngaro deportado a Auschwitz, premio Nobel de la Paz, o Primo Levi, el químico italiano que sobrevivió a los campos y que acabó suicidándose, era consciente de que la importancia de su literatura iba más allá de las palabras, que debía ocupar un papel esencial en la sociedad.
“La esencia de mi obra consiste en trasladar lo ocurrido a una
dimensión espiritual. Que quede en la conciencia, aunque ahora lo veo
con menos optimismo que hace unos años. El Holocausto es el hundimiento
universal de todos los valores de la civilización y una sociedad no
puede permitir que se repita, que vuelva a presentarse una situación
parecida. Pero la crisis económica, una crisis así, dio pie a la llegada
de Hitler al poder. Por tanto, deberían sonar todas las alarmas.
Su obra, sobre todo su novela Sin destino (Acantilado), que tardó 13 años en escribir y publicó en 1975, ofrece tanto desde el punto de vista literario como testimonial una ventana única para observar el acontecimiento que define el siglo XX: el Holocausto. Kertész era un muchacho de 15 años cuando fue deportado en 1944 por la policía húngara al campo de exterminio alemán de Auschwitz, en Polonia. Cuando regresó a Hungría, no sólo halló el apartamento de sus padres ocupado por extraños, sino que se dio cuenta de que se encontraba totalmente solo, que toda su familia había sido engullida por la máquina de asesinar nazi.
El novelista húngaro arrastra al lector a los recovecos del sistema de exterminio nazi sin utilizar apenas adjetivos, con unas descripciones precisas que se quedan grabadas en la memoria. Sus textos atrapan por su belleza literaria y, a la vez, por el espeluznante mundo que describen, por la forma en que nos obligan a reflexionar sobre el mal absoluto.
Kertész, que padecía parkinson y había anunciado que dejaba la literatura, había regresado a Hungría en 2013, después de vivir durante años en Alemania, y se mostraba tremendamente crítico con la deriva autoritaria que padece su país bajo el Gobierno de Viktor Orban. “Allí campan por sus fueros los antisemitas y la ultraderecha”, señaló en una entrevista con este diario realizada por Adan Kovacsics, uno de sus traductores al castellano. En aquella misma entrevista, publicada en enero de 2013, hablaba de un acontecimiento transcendental que ha marcado el final de su vida: la desaparición de los testigos, la conciencia de que su voz es una de las últimas que podrán contar en primera persona el Holocausto.
El escritor, como Elie Wiesel, otro judío húngaro deportado a Auschwitz, premio Nobel de la Paz, o Primo Levi, el químico italiano que sobrevivió a los campos y que acabó suicidándose, era consciente de que la importancia de su literatura iba más allá de las palabras, que debía ocupar un papel esencial en la sociedad.
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