O, al menos, desde allí llegaban los regalos que cada año encontraba a los pies de la cama en el Tetuán de su infancia
. Juguetes de cuerda, una lata de galletas inglesas de los Almacenes Kent, un par de zapatos de las Galerías Lafayette…
Aunque su proyección internacional arrancara siglos antes, fue en la primera mitad del siglo XX cuando Tánger se convirtió en un próspero enclave de alma cosmopolita e irrepetible, con un estatuto propio bajo el auspicio de ocho naciones extranjeras.
Así se forjó la leyenda de la ciudad más intrigante del norte de África, la más tolerante y apasionada: en ella y no en Casablanca se inspiró Michael Curtiz para rodar su película antes de que las coyunturas políticas le obligaran a tunear la realidad.
Los cambistas hebreos trajinaban en sus tenderetes con francos franceses y libras esterlinas, con dólares americanos, duros hassani y pesetas.
La prensa diaria se publicaba en cinco lenguas distintas, las salas de fiesta convivían con bares golfos como el Parade, La Mar Chica o el Dean’s Bar. En el Gran Teatro Cervantes —hoy ruinoso pero heroicamente en pie— Enrico Caruso y Antonio Machín alternaron sus voces con espectáculos de flamenco, estrenos de Hollywood, mítines anticolonialistas y representaciones de la Comédie Française en su camino hacia el sur.
Había distinguidos salones de té como el de Madame Porte, playas con terrazas y balnearios, colegios para niños de todas las procedencias.
Había un contrabando descarado y bullente, cuatro religiones repartidas entre iglesias, mezquitas y sinagogas, y un country club
. A sus calles asomaban más de 70 bancos, negocios turbios, espionaje de todos los colores y cafés repletos de humo y ardor político, abiertos de sol a sol.
En su puerto recalaban buques de mil banderas, y en algunas villas suntuosas del Monte Viejo, o en ciertos palacetes en la kasbah, las juergas duraban hasta el amanecer.
La nutrida colonia española se entremezclaba con amplias comunidades de franceses y británicos, más de 15.000 judíos sefardíes, numerosos italianos y hasta escritores atormentados, chicos malos de la beat generation, y bohemios chic de la jet set internacional. El laissez faire, laissez vivre —cuentan los que allí estuvieron— era la patria común.
Hoy apenas queda rastro de aquella época gloriosa más allá de los testimonios de los ancianos, las fotografías en blanco y negro que venden en algunos bazares, el elegante trazado del Bulevar Pasteur y unos cuantos edificios decrépitos como las escuelas de Casa Riera, el cine Alcázar o las fachadas de la avenida de España y la calle de Italia junto a los jardines de Mendoubia.
Pero a mí me sigue cautivando hasta los tuétanos esta ciudad; me sigue apasionando su legado, su soberbia decadencia, su luz.
Cada vez que la piso —tan a menudo como puedo— descubro en una esquina insospechada algún pequeño tributo a lo que fue.
Y me honra haber contagiado a numerosos lectores a través de mi novela El tiempo entre costuras, incitándolos a que la conozcan y se dejen seducir.
Lanzo por eso mis propuestas para perseguir los fantasmas de aquel Tánger internacional:
Un paseo por el cementerio anglicano de Saint Andrews (Rue d’Angleterre), alma del Tánger británico.
Bajo lápidas de piedra gris reposan los huesos de personajes singulares como el Caid McLean, el corresponsal de The Times Walter Harris o el legendario barman Dean
. Con ellos comparten el subsuelo un buen puñado de aristócratas, otros tantos hijos comunes de su graciosa majestad y un grupo de pilotos de la Royal Air Force caídos en acto de servicio durante la Segunda Guerra Mundial. Para atender a los visitantes está el amable Yassine, dispuesto a narrar en español un montón de historias y a desgranar el who’s who de la actual colonia inglesa.
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