Nuestra democracia es hipócrita y corrupta, pero, por fortuna, no tiene nada que ver con un régimen fascista.
¿De qué se puede hablar en un artículo como éste un día de elecciones? ¿Del cansancio, del desconcierto, de la indignación, del aburrimiento?Todos estos términos son apropiados, en todos me reconozco, pero, al mismo tiempo, son un lugar común.
Se diría que hoy no se puede mentar la política sin emplear un tono sulfurado, burlón o despectivo; yo misma, sin ir más lejos, suelo hacerlo así: me burlo, me sulfuro y atizo con mi desprecio por doquier.
Sin embargo, hoy me he levantado con el ánimo apologético.
Recuerdo que, hace bastantes años, otro día de elecciones, escribí que, mientras nosotros estábamos hastiados, pasábamos de ir a las urnas y nos parecía todo una petardez, en ese mismo momento en otro país con cuyos comicios coincidíamos (creo que era Afganistán), la gente estaba arriesgando literalmente la vida para ir a votar.
Y, en efecto, cuando la jornada terminó, nosotros lo celebramos tomando unas cañas con los amigos mientras veíamos los avances de los resultados, y ellos se dedicaron a contar los muertos y los heridos, las urnas reventadas, los colegios asaltados a punta de Kaláshnikov.
Recuerdo también que, tras aquella columna, recibí unos cuantos varapalos de lectores que me escribían desde la cúspide de la indignación antisistema diciendo que nuestra democracia hedía y que vivíamos en un régimen fascista.
Cierto; nuestra democracia es hipócrita, sucia, injusta y corrupta.
Falso: no es un régimen fascista.
Sé que, por desgracia, no aprendemos de la experiencia de los otros: en realidad, apenas si logramos aprender de nuestra propia experiencia.
Y sé también que la memoria es muy poco fiable. Incluso a mí, que viví mis primeros 20 años bajo el régimen de Franco, se me ha olvidado en gran medida lo que es una dictadura.
Los dolores sociales tienden a borrarse de nuestra cabeza, lo mismo que los dolores físicos: es un recurso de supervivencia.
Así que tengo que hacer un esfuerzo por volver a meterme en aquel tiempo.
Por rememorar la inmensa distancia que separa esta realidad precaria e indignante de hoy con la brutalidad sin paliativos de una tiranía.
De entrada, esas cartas críticas que me enviaron no se hubieran podido publicar, no se hubieran podido escribir y a lo mejor ni siquiera se hubieran podido pensar, porque las dictaduras acaban achicando el espíritu de la gente.
Durante la época de Franco, incluso en los incomparablemente más blandos últimos años que me tocó vivir (aunque recordemos que el régimen murió matando), uno no expresaba jamás en público su verdadera opinión.
Y no digo ya en una mesa redonda o en un programa de televisión; digo simplemente hablando en una cafetería con los amigos
. Te cuidabas muy mucho de decir según qué cosas, por si el de la mesa de al lado te oía
. A veces, hasta en casa te reprimías, si tenías un vecino facha que pudiera escucharte.
Una dictadura es una vida enrarecida y sin oxígeno, inimaginable desde la vida normal.
En el franquismo que yo viví los guardias podían multarte si te besabas en público (en la época de mi hermano, cinco años mayor, te multaban por sólo ir abrazados por la calle) y el régimen decidía, como si fueras un niño pequeño, qué podías leer, qué podías ver, qué podías saber: películas, libros y obras de teatro absolutamente normales estaban prohibidas
. Hasta mayo de 1975, las mujeres casadas no podían abrir una cuenta en el banco, comprarse un coche, sacarse el pasaporte o trabajar sin el permiso del marido, que además podía cobrar el sueldo de su esposa; los homosexuales eran encarcelados por la Ley de Peligrosidad Social, y en las empresas te decían con toda tranquilidad que no te daban trabajo porque eras mujer.
Y nada de todo esto salía en la prensa.
Pero lo peor, lo más pernicioso y persistente era la sensación de indefensión que un régimen así construye en los individuos, el miedo a la autoridad, la certidumbre de carecer de derechos.
Tuvieron que pasar muchos años de democracia para que ese profundo temor se perdiera; para poder pasar junto a un policía sin sentirte culpable.
Todos esos lectores que reclaman, que abominan de la democracia y que protestan son personas a las que el sistema democrático ha dado, por fortuna, una justa conciencia de su dignidad y de sus derechos. Qué maravilla.
Recuerdo mi emoción cuando fui a votar por primera vez en las generales de 1977.
Ahora, tantos años después, conozco todos los agujeros que tiene nuestro sistema.
Y me indignan, cómo no, y lucharé contra ello.
Pero hoy, cuando vaya a votar, intentaré pensar también en el lento, difícil, heroico logro que ha sido para la humanidad la conquista del sufragio universal.
Y en que es un valor que hay que defender, una pequeña luz parpadeante entre las tinieblas
@BrunaHusky
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