A
la pregunta «¿qué es el arte?» lo primero que se nos viene a todos a la
mente es inevitablemente «morirse de frío», pero si indagamos un poco
más encontraremos que la historia de la filosofía está repleta de
teorías estéticas.
Cada pensador tiene la suya, pero cualquier intento
de establecer una definición que abarque a todas las obras de arte
termina siendo una manta que al taparnos los hombros nos deja los pies
fríos; al fin y al cabo ¿qué pueden tener en común la Venus de Willendorf con Thriller de Michael Jackson?
El catedrático de filosofía del arte Denis Dutton,
por su parte, señala doce características de la creación artística:
proporciona placer, demuestra pericia, está sujeta a un estilo, es
novedosa, hay una crítica sobre ella, representa algo real o imaginario,
enfoca la atención, expresa individualidad, transmite emoción, es un
desafío intelectual, está inserta en una tradición y estimula la
imaginación.
Vieja friendo huevos, de Velázquez
De
este autor sevillano podríamos poner cualquiera de sus obras. Pintó
escenas de la Biblia y de la mitología griega, acontecimientos
históricos como la rendición de Breda, retrató a personajes
eclesiásticos, de la realeza y también a enanos de corte (o «gente de
placer», como se les llamaba) confiriéndoles tanta dignidad como a los
anteriores, y también recreó bodegones.
En ellos supo captar hasta los
detalles más sutiles, como en El aguador de Sevilla,
pero nos quedamos con este otro aunque solo sea por haberlo pintado con
apenas diecinueve años. Prácticamente un adolescente, y ya era capaz de
hacer algo como esto.
La incredulidad de Santo Tomás, de Caravaggio
Unos años antes Caravaggio había estado pintando escenas religiosas que se caracterizaban por su crudeza. Tanto por la violencia que mostraban,
por su hábil uso de las luces y las sombras, como por el aspecto feo e
incluso deforme de sus protagonistas, pues acostumbraba a tomar a
pordioseros como modelos. En su obra no hay rastro de santidad ni
sonrisas beatíficas, todo es humano, demasiado humano. Por eso tampoco
podemos dejar de mirarlo.
Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert Pérez
«Con
su muerte dieron almas al cielo, a España nombradía. Ansia de patria y
libertad henchía sus nobles pechos que jamás temieron», así describió Espronceda a estos liberales que lucharon contra el absolutismo de Fernando VII con el fin de restablecer la Constitución de 1812. Merece la pena fijarse con atención en sus rostros,
pensativos y serenos, perfectamente conscientes de la gravedad del
momento y de su inminente destino pero sin perder la compostura. El
cuadro podemos verlo en el Museo del Prado, del que el propio pintor fue
director entre 1868 y 1873.
Doña Juana la Loca, de Francisco Pradilla y Ortiz
Esta
otra pintura también retrata un acontecimiento histórico de nuestro
país y la encontraremos en el Museo del Prado, del que igualmente este
artista fue director. En la imagen vemos el féretro de Felipe el Hermoso
durante su largo traslado de varios meses de duración hasta el lugar en
donde sería enterrado, siempre con su desconsolada viuda al lado
velando el cadáver. Más adelante, cuando ya estaba recluida en
Tordesillas, es de nuevo protagonista de otra obra de Pradilla.
Sagrada Familia del pajarito, de Bartolomé Esteban Murillo
Una
apacible escena familiar con san José, la Virgen María y el niño Jesús
dando de comer un pajarito a su perro. Murillo fue el autor de esta
pintura en el año 1650.
Galería de cuadros con vistas de la Roma moderna, de Pannini
Giovanni Paolo Panini
fue un pintor y arquitecto del siglo XVIII fascinado por las ruinas de
Roma de tal manera que en esta obra combinó todas sus pasiones. Un
cuadro repleto de cuadros que nos deja perplejos por su nivel de detalle
y complejidad. Todo un trabajo de chinos al que suponemos debió de
dedicar un incontable número de horas.
Au Moulin de la Galette, de Ramón Casas
Una
joven parisina fumando un puro y tomando una copa no sabemos si
distraída en sus pensamientos o tal vez mirando la entrada a la espera
de alguien. En tal caso nos encantaría ser ese alguien. El autor es Ramón Casas, nacido en 1866 y que vivió entre París, Madrid y su ciudad natal, Barcelona.
La discusión política, de Émile Friant
«Mira
yo te explico, aquí hay muchos intereses ocultos y el gobierno no
quiere que se sepa que…». La escena está retratada con tal realismo que
parece que estuviéramos en la mesa de al lado escuchándolos. El de la
derecha está tenso y no quiere ni mirar al que intuimos será su cuñado,
el otro se lleva la mano a la cabeza de lo que tiene que escuchar y el
cuarto personaje, quizá por efecto del vino que están trasegando, parece
tener la mente en algún lugar lejano. El autor de esta pequeña
maravilla fue el pintor francés Émile Friant, nacido en 1863, del que también cabe destacar La Toussaint, con el impresionante detalle y expresividad de sus rostros.
Entierro en Ornans, de Gustave Courbet
Gustave Courbet no podía faltar en esta lista y ya hablamos de él en otra ocasión
por su afición a retratar mujeres desnudas. Con el cuadro que vemos
sobre estas líneas contribuyó a la fundación de la corriente realista a
mediados del siglo XIX, un estilo artístico que era también un
compromiso ético y político, pues se reclamaba «por encima de todo
realista… realista significa también sincero con la verdadera verdad» y
en otra ocasión sostenía que «es mi manera de ver la sociedad en sus
intereses y sus pasiones. Es el mundo quien viene a mi casa para ser
pintado».
Las espigadoras, de Millet
Jean-François Millet sentía predilección por mostrar el mundo rural con obras como El Ángelus o esta.
No lo esperaban, de Iliá Repin
Los sirgadores del Volga, Procesión de Pascua en la región de Kursk o Los cosacos Zaporogos le escriben una carta al Sultán de Turquía son
algunos ejemplos del excepcional talento que poseía este pintor ruso
decimonónico, que sería posteriormente un ejemplo a seguir para el
realismo socialista. La imagen que tenemos sobre estas líneas muestra a
un exiliado político regresando a casa, una escena cargada de emoción en
la que cada personaje expresa algo distinto con sus gestos y miradas.
Ofelia, de Millais
Con
Hamlet hablando solo de un lado a otro y clamando por una venganza que
parece no atreverse a ejecutar, al final la pobre Ofelia también acabó
desquiciada perdida y muriendo ahogada, que por algo es una tragedia
shakesperiana. John Everett Millais representó en 1852 ese momento con una gran sensibilidad.
Huyendo de la crítica, de Pere Borrell
Una
vez alcanzado cierto nivel de virtuosismo en la representación, la
propia naturaleza bidimensional del cuadro empieza a ser una molesta
limitación que el pintor querría superar. Aquí vemos al niño retratado
por este autor catalán del siglo XIX asomándose a nuestro mundo, por su
mirada parece que los seres tridimensionales le resultamos rematadamente
extraños.
Gran Vía, de Antonio López
Este
pintor y escultor contemporáneo galardonado con el premio ahora llamado
Princesa de Asturias se distingue por su extraordinaria dedicación a
cada una de sus obras. Veinte años tardó en terminar el retrato de la
familia real, de manera que cuando finalmente se expuso con ellos
posando al lado parecía un retrato de Dorian Grey a la inversa. Una de
sus pinturas más conocidas es esta magnífica estampa de la Gran Vía
madrileña que comenzó en 1975 y terminó cinco años después. El hecho de
no pintar vehículos ni personas responde simplemente a la dificultad de
hacerlo por su movimiento, aunque contribuye así a realzar la belleza de
la imagen, mostrando una ciudad solitaria y postapocalíptica.
Aún dicen que el pescado es caro, de Sorolla
El
extremo opuesto lo encontramos en este artista valenciano, autor de una
exorbitante cantidad de cuadros, cuya cifra supera los dos mil
doscientos. Este en concreto, protagonizado por un joven pescador herido
y dos veteranos atendiéndole, es del año 1894 y su título proviene de
una novela de Vicente Blasco Ibáñez.
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