Díaz Canales y Pellejero han logrado que los incondicionales no nos sintamos estafados ni decepcionados.
Con determinadas personas, sé que la complicidad en amores
literarios, e incluso la forma de moverse por la vida, va a ser notable,
si nos recitamos con agradecida memoria el comienzo de Historia de dos ciudades
(ya saben: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…”).
Y en épocas de demasiadas nieblas internas y externas inevitablemente acude a mi cabeza el maravilloso arranque de Moby Dick.
A mí me sirve de refugio y de consuelo, aunque sea persona de tierra y no de mar, aunque jamás vaya a ser testigo del eterno y salvaje duelo entre el tullido capitán Ahab y la grandiosa ballena blanca, el arranque de esa novela tan enigmática como genial.
¿Quién puede resistirse a seguir leyendo con embeleso un libro que empieza así?
“Llamadme Ismael. Hace unos años, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada concreto que me interesara en tierra, decidí que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte marítima del mundo.
Es mi forma de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación.
Cada vez que me sorprendo con un gesto triste en la boca, cada vez que se instala en mi alma un nuevo noviembre húmedo y lluvioso, cada vez que me descubro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes y, sobre todo, cada vez que la hipocondría me asalta de tal modo que hace falta un firme principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación para arrancar de un golpe el sombrero de los transeúntes, sé que ha llegado la hora de embarcarme cuanto antes.
Es mi sustituto de la pistola y la bala”. Bendito seas, Melville, por comprender no solo al existencialista aventurero Ismael, sino también a todos los Bartlebys que permanecemos en tierra, que preferimos (o no podemos, o no queremos) no hacer nada.
Y no solo envidiamos la determinación de Ismael.
Aquel fulano con gorra marinera, gesto hierático, pendiente de bucanero (no de moderno) en la oreja y un cigarro en la boca, hijo de un marinero de Cornualles y de una gitana de Gibraltar, llamado Corto Maltés, nació en formato de cómic, pero su espíritu y sus inolvidables paseos por las geografías más exóticas y peligrosas también hubieran sido acogidos con fervor por el gran cine y la literatura de primera clase.
Habiendo sido voraz lector de tebeos elementales en la infancia, me alejé progresivamente de ellos cuando en mi adolescencia descubrí que se llamaban cómics y su trascendencia intelectual era enorme.
Y sin poseer referencias, en la primera aventura de Corto Maltés, titulada La batalla del Mar Salado, escrita y dibujada por un tal Hugo Pratt, leí en la contraportada de qué iban su aromático argumento y su legendario protagonista.
Decía esto: “¿Quién es Corto Maltés, quién es Hugo Pratt? Se confunden y entremezclan ambos en su actitud ante la vida. Corto no es un justiciero.
Hugo no es un moralista. Hugo y Corto son aventureros.
Testigos, casi siempre indiferentes, a menos que se ofrezcan a su vista los ojos de un niño, de una mujer angustiada, de un hombre acorralado”.
Era una descripción tan lírica como exacta.
Y, cómo no, mi enamoramiento de ese universo complejo, de ese escéptico y nada exhibicionista paladín de tantos perdedores, de la capacidad de ensoñación que te ofrecían esas historias, esos diálogos, esas viñetas que suponían una cumbre de la línea clara fue inmediata.
Y un día, hace 20 años, a Hugo Pratt se le acabó el tiempo que le
había sido concedido en la tierra.
Y que, al parecer, lo vivió intensamente.
Pero desde 1987 ya no poseíamos nuevas y ansiadas noticias de Corto Maltés.
Y siempre da un poco de miedo que otra gente resucite a personajes que amamos
. Admirando a John Banville y a su heterónimo Benjamin Black, me puse nervioso cuando me enteré de que iba a desenterrar a Philip Marlowe en La rubia de ojos negros.
Me decía: dejad tranquilos a los muertos ilustres. Marlowe solo pertenece a su creador, al extraordinario Raymond Chandler.
Y ya sé que este nunca debió de casar al secretamente romántico, cáustico y legal detective, como hizo en su última y escasamente memorable novela Playback, que los amantes de su escritura nos hubiéramos quedado más agradecidos con los largos adioses, aunque todo fuera triste, solitario, final. Y Benjamin Black, además de haberse empapado de las esencias de Chandler, hizo un trabajo muy bueno reviviendo al defensor de tanta causa perdida, a ese tío que se permite ser más chulo que un ocho con los poderosos, entre otras cosas porque tiene muy claro que pueden derrotarle o cargárselo, pero jamás comprarle ni corromperle.
Y no sé si la resurrección de Corto Maltés solo obedece a las comprensibles razones crematísticas de las editoriales (aún no he leído, y dudo que lo haga, la continuación de las siempre turbias movidas a las que tiene que sobrevivir esa punk acosada y feroz llamada Lisbeth Salander, que no pudo llegar a narrar su difunto y meritorio inventor Stieg Larsson), pero el guionista Juan Díaz Canales y el ilustrador Rubén Pellejero han conseguido en Bajo el sol de medianoche que los incondicionales de Corto Maltés no nos sintamos estafados ni decepcionados, que reconozcamos con enorme gratitud el apasionante mundo de nuestro héroe
. En el Ártico, en Yukon, en Alaska, pasando un frío de cojones porque recibió una carta de su viejo amigo Jack London, sabiendo este que el alcohol, la morfina o simplemente la desesperación van a acelerar su suicidio, rogándole que encuentre y proteja a una perseguida mujer que amó mucho tiempo atrás y cuyo recuerdo perduró en él. Espero anhelante más entregas de Corto Maltés.
Y ojalá que sobreviva, que llegue a viejo si a él y a la espléndida pareja que sigue sus aventureros pasos les apetece.
Corto Maltés. Bajo el sol de medianoche. Juan Díaz Canales y Rubén Pellejero. Norma Editorial. Barcelona, 2015. 96 páginas. 19,50 euros.
Y en épocas de demasiadas nieblas internas y externas inevitablemente acude a mi cabeza el maravilloso arranque de Moby Dick.
A mí me sirve de refugio y de consuelo, aunque sea persona de tierra y no de mar, aunque jamás vaya a ser testigo del eterno y salvaje duelo entre el tullido capitán Ahab y la grandiosa ballena blanca, el arranque de esa novela tan enigmática como genial.
¿Quién puede resistirse a seguir leyendo con embeleso un libro que empieza así?
“Llamadme Ismael. Hace unos años, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada concreto que me interesara en tierra, decidí que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte marítima del mundo.
Es mi forma de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación.
Cada vez que me sorprendo con un gesto triste en la boca, cada vez que se instala en mi alma un nuevo noviembre húmedo y lluvioso, cada vez que me descubro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes y, sobre todo, cada vez que la hipocondría me asalta de tal modo que hace falta un firme principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación para arrancar de un golpe el sombrero de los transeúntes, sé que ha llegado la hora de embarcarme cuanto antes.
Es mi sustituto de la pistola y la bala”. Bendito seas, Melville, por comprender no solo al existencialista aventurero Ismael, sino también a todos los Bartlebys que permanecemos en tierra, que preferimos (o no podemos, o no queremos) no hacer nada.
Y no solo envidiamos la determinación de Ismael.
Aquel fulano con gorra marinera, gesto hierático, pendiente de bucanero (no de moderno) en la oreja y un cigarro en la boca, hijo de un marinero de Cornualles y de una gitana de Gibraltar, llamado Corto Maltés, nació en formato de cómic, pero su espíritu y sus inolvidables paseos por las geografías más exóticas y peligrosas también hubieran sido acogidos con fervor por el gran cine y la literatura de primera clase.
Habiendo sido voraz lector de tebeos elementales en la infancia, me alejé progresivamente de ellos cuando en mi adolescencia descubrí que se llamaban cómics y su trascendencia intelectual era enorme.
Y sin poseer referencias, en la primera aventura de Corto Maltés, titulada La batalla del Mar Salado, escrita y dibujada por un tal Hugo Pratt, leí en la contraportada de qué iban su aromático argumento y su legendario protagonista.
Decía esto: “¿Quién es Corto Maltés, quién es Hugo Pratt? Se confunden y entremezclan ambos en su actitud ante la vida. Corto no es un justiciero.
Hugo no es un moralista. Hugo y Corto son aventureros.
Testigos, casi siempre indiferentes, a menos que se ofrezcan a su vista los ojos de un niño, de una mujer angustiada, de un hombre acorralado”.
Era una descripción tan lírica como exacta.
Y, cómo no, mi enamoramiento de ese universo complejo, de ese escéptico y nada exhibicionista paladín de tantos perdedores, de la capacidad de ensoñación que te ofrecían esas historias, esos diálogos, esas viñetas que suponían una cumbre de la línea clara fue inmediata.
Corto Maltés nació como un cómic, pero su espíritu también hubiera sido acogido con fervor por el gran cine y la literatura
Y que, al parecer, lo vivió intensamente.
Pero desde 1987 ya no poseíamos nuevas y ansiadas noticias de Corto Maltés.
Y siempre da un poco de miedo que otra gente resucite a personajes que amamos
. Admirando a John Banville y a su heterónimo Benjamin Black, me puse nervioso cuando me enteré de que iba a desenterrar a Philip Marlowe en La rubia de ojos negros.
Me decía: dejad tranquilos a los muertos ilustres. Marlowe solo pertenece a su creador, al extraordinario Raymond Chandler.
Y ya sé que este nunca debió de casar al secretamente romántico, cáustico y legal detective, como hizo en su última y escasamente memorable novela Playback, que los amantes de su escritura nos hubiéramos quedado más agradecidos con los largos adioses, aunque todo fuera triste, solitario, final. Y Benjamin Black, además de haberse empapado de las esencias de Chandler, hizo un trabajo muy bueno reviviendo al defensor de tanta causa perdida, a ese tío que se permite ser más chulo que un ocho con los poderosos, entre otras cosas porque tiene muy claro que pueden derrotarle o cargárselo, pero jamás comprarle ni corromperle.
Y no sé si la resurrección de Corto Maltés solo obedece a las comprensibles razones crematísticas de las editoriales (aún no he leído, y dudo que lo haga, la continuación de las siempre turbias movidas a las que tiene que sobrevivir esa punk acosada y feroz llamada Lisbeth Salander, que no pudo llegar a narrar su difunto y meritorio inventor Stieg Larsson), pero el guionista Juan Díaz Canales y el ilustrador Rubén Pellejero han conseguido en Bajo el sol de medianoche que los incondicionales de Corto Maltés no nos sintamos estafados ni decepcionados, que reconozcamos con enorme gratitud el apasionante mundo de nuestro héroe
. En el Ártico, en Yukon, en Alaska, pasando un frío de cojones porque recibió una carta de su viejo amigo Jack London, sabiendo este que el alcohol, la morfina o simplemente la desesperación van a acelerar su suicidio, rogándole que encuentre y proteja a una perseguida mujer que amó mucho tiempo atrás y cuyo recuerdo perduró en él. Espero anhelante más entregas de Corto Maltés.
Y ojalá que sobreviva, que llegue a viejo si a él y a la espléndida pareja que sigue sus aventureros pasos les apetece.
Corto Maltés. Bajo el sol de medianoche. Juan Díaz Canales y Rubén Pellejero. Norma Editorial. Barcelona, 2015. 96 páginas. 19,50 euros.
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