Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona reconstruye el camino a la democracia con un híbrido que mezcla en diferentes dosis, según tiempo, lugar y personajes, autobiografía e historia.
Si hacia 1965 se hubiera preguntado a un político procedente del
régimen pero muy activo en la oposición, como Dionisio Ridruejo, o a un
sociólogo que había velado sus primeras armas en el Instituto de
Estudios Políticos para acabar sentando cátedra en la universidad de
Estados Unidos, como Juan Linz, cuál sería el futuro político de España
tras la muerte de Franco, muy probablemente habría respondido: como
ahora es el presente de Italia.
Los españoles votarían más o menos como los italianos, divididos entre una derecha demócrata-cristiana y una izquierda en la que rivalizarían por la hegemonía comunistas y socialistas
. De la capacidad de diálogo y entendimiento entre unos y otros dependería, al modo italiano, el futuro español.
La predicción resultó fallida: el partido que concurrió a las elecciones de 1977 bajo la imposible denominación de Equipo Demócrata Cristiano del Estado Español sufrió una estrepitosa derrota y los comunistas un doloroso revés, de los que ninguno de ellos logró recuperarse.
El lugar que politólogos y sociólogos habían profetizado para la DC y el PCE fue ocupado por dos formaciones políticas emergentes, una recién nacida, la UCD, y otra recién refundada, el PSOE.
De las causas de esta configuración de fuerzas políticas de izquierda disponemos hoy de abundantes memorias y estudios; de los motivos de la atomización en pequeños grupos, primero, y de la desaparición de la faz de la tierra, después, de los demócrata-cristianos, este Memorial de transiciones se ha erigido, por su propio peso, en un referente imprescindible.
Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona ha fabricado, en efecto, con el esmero propio de quien recuerda y la tesonera labor de quien investiga, un híbrido que mezcla en diferentes dosis, según tiempo, lugar y personajes, memoria, autobiografía e historia, tres géneros difíciles de cohonestar cuando se trata de escribir la propia vida, sin que decaiga nunca el ritmo de la narración ni suscite dudas sobre la veracidad de lo narrado: contar el pasado apoyándose en su propia memoria, en las múltiples notas escritas sobre personas, encuentros y sucesos de los que fue protagonista y, cuando se trata de dar cuenta de una determinada situación política, en un trabajo de investigación en fuentes de todo tipo, bibliográficas, hemerográficas y archivísticas.
Afortunadamente, el resultado final queda bien lejos de la literatura autojustificatoria, o —si vale la palabra— autohagiográfica que tanto inunda y malbarata las abundantes memorias de los políticos españoles.
Y así pasan ante nuestra mirada los años del Madrid de la guerra y la posguerra en una España hambrienta y devastada; la entrada en el inevitable colegio del Pilar, curiosa fragua del grupo generacional llamado a desempeñar un destacado papel político en el futuro; la llegada a la Universidad el mismo año de la primera rebelión estudiantil que provocó una crisis de gobierno saludada, sobre todo desde el exilio, como anuncio de la inminente crisis del régimen.
Y a partir de ahí, seminarios, revistas, amistades, salidas a Europa, Ateneo, oposiciones y el casi obligado —por razones de amistad y medio social— desembarco en las filas, las arenas más bien, de la democracia cristiana, donde Joaquín Ruiz Giménez, ministro de Educación cuando la rebelión universitaria, lanzaba desde 1963 los Cuadernos para el diálogo en el que los comunistas serían privilegiados interlocutores.
Nada más aparecer la democracia cristiana, surgen también aquí y allá los grupos, identificados por las numerosas personalidades que van desfilando por estas páginas.
El camino será largo y las divisiones, frecuentes, mientras los grupos proliferan:
Tácito ocupará un lugar especial desde 1973, como lo intentará ocupar el Partido Popular —nada que ver con el PP— en 1976. ¿Por qué no lograron fundirse en un partido de centro bajo la advocación demócrata-cristiana?
Algo tuvo que ver el cardenal Tarancón, claro, con su reiterada negativa a que la Conferencia Episcopal apadrinara ningún partido, aunque parafraseando a don Ramón Carande, quizá se podría responder: demasiadas personalidades.
Ese fue el quid de la cuestión, como esa será también la clave del hundimiento de UCD que en su ascenso fagocitó a buena porción de la democracia cristiana y en su declive fue rematada por una de sus facciones.
Pero esta es ya otra historia que quizá algún día Juan Antonio Ortega se anime a contarnos con tantas elocuentes anécdotas, tantas sabrosas pinceladas de personajes, tantas vueltas y revueltas sin perder nunca el hilo de la trama y tanta veracidad como las que destilan las páginas de este Memorial.
Los españoles votarían más o menos como los italianos, divididos entre una derecha demócrata-cristiana y una izquierda en la que rivalizarían por la hegemonía comunistas y socialistas
. De la capacidad de diálogo y entendimiento entre unos y otros dependería, al modo italiano, el futuro español.
La predicción resultó fallida: el partido que concurrió a las elecciones de 1977 bajo la imposible denominación de Equipo Demócrata Cristiano del Estado Español sufrió una estrepitosa derrota y los comunistas un doloroso revés, de los que ninguno de ellos logró recuperarse.
El lugar que politólogos y sociólogos habían profetizado para la DC y el PCE fue ocupado por dos formaciones políticas emergentes, una recién nacida, la UCD, y otra recién refundada, el PSOE.
De las causas de esta configuración de fuerzas políticas de izquierda disponemos hoy de abundantes memorias y estudios; de los motivos de la atomización en pequeños grupos, primero, y de la desaparición de la faz de la tierra, después, de los demócrata-cristianos, este Memorial de transiciones se ha erigido, por su propio peso, en un referente imprescindible.
Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona ha fabricado, en efecto, con el esmero propio de quien recuerda y la tesonera labor de quien investiga, un híbrido que mezcla en diferentes dosis, según tiempo, lugar y personajes, memoria, autobiografía e historia, tres géneros difíciles de cohonestar cuando se trata de escribir la propia vida, sin que decaiga nunca el ritmo de la narración ni suscite dudas sobre la veracidad de lo narrado: contar el pasado apoyándose en su propia memoria, en las múltiples notas escritas sobre personas, encuentros y sucesos de los que fue protagonista y, cuando se trata de dar cuenta de una determinada situación política, en un trabajo de investigación en fuentes de todo tipo, bibliográficas, hemerográficas y archivísticas.
Afortunadamente, el resultado final queda bien lejos de la literatura autojustificatoria, o —si vale la palabra— autohagiográfica que tanto inunda y malbarata las abundantes memorias de los políticos españoles.
Y así pasan ante nuestra mirada los años del Madrid de la guerra y la posguerra en una España hambrienta y devastada; la entrada en el inevitable colegio del Pilar, curiosa fragua del grupo generacional llamado a desempeñar un destacado papel político en el futuro; la llegada a la Universidad el mismo año de la primera rebelión estudiantil que provocó una crisis de gobierno saludada, sobre todo desde el exilio, como anuncio de la inminente crisis del régimen.
Y a partir de ahí, seminarios, revistas, amistades, salidas a Europa, Ateneo, oposiciones y el casi obligado —por razones de amistad y medio social— desembarco en las filas, las arenas más bien, de la democracia cristiana, donde Joaquín Ruiz Giménez, ministro de Educación cuando la rebelión universitaria, lanzaba desde 1963 los Cuadernos para el diálogo en el que los comunistas serían privilegiados interlocutores.
Nada más aparecer la democracia cristiana, surgen también aquí y allá los grupos, identificados por las numerosas personalidades que van desfilando por estas páginas.
El camino será largo y las divisiones, frecuentes, mientras los grupos proliferan:
Tácito ocupará un lugar especial desde 1973, como lo intentará ocupar el Partido Popular —nada que ver con el PP— en 1976. ¿Por qué no lograron fundirse en un partido de centro bajo la advocación demócrata-cristiana?
Algo tuvo que ver el cardenal Tarancón, claro, con su reiterada negativa a que la Conferencia Episcopal apadrinara ningún partido, aunque parafraseando a don Ramón Carande, quizá se podría responder: demasiadas personalidades.
Ese fue el quid de la cuestión, como esa será también la clave del hundimiento de UCD que en su ascenso fagocitó a buena porción de la democracia cristiana y en su declive fue rematada por una de sus facciones.
Pero esta es ya otra historia que quizá algún día Juan Antonio Ortega se anime a contarnos con tantas elocuentes anécdotas, tantas sabrosas pinceladas de personajes, tantas vueltas y revueltas sin perder nunca el hilo de la trama y tanta veracidad como las que destilan las páginas de este Memorial.
Memorial de transiciones (1939-1978). José Antonio Ortega Díaz-Ambrona. Galaxia Gutenberg. Madrid, 2015. 736 páginas. 35 euros.
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