Las vacaciones pueden ser un paraíso o un infierno. Y lo peor es que tiene mal remedio.
Puede que para muchos esta sea la semana más larga del almanaque.Esos que ven el sábado, 1 de agosto, como el inicio de lo que sea que lleven anhelando el resto del año
. Algunos, la supuesta libertad de levantarse a la hora que se despiertan y no a la que les taladra el cerebro la alarma del móvil.
Otros, la ilusión de ser dueños de su cuerpo, de su tiempo, de su vida.
Todos, la desconexión de aquello que sienten que les da de comer, pero les esclaviza, aunque sea con el Estatuto de los Trabajadores y la Constitución en la boca.
Y no me refiero a lo de Cataluña.
Las vacaciones pueden ser un paraíso o un infierno.
Y lo peor es que tiene mal remedio. Puede uno escaparse a las antípodas y no librarse de quien o lo que sea que le amarga la existencia, empezando por uno mismo.
Dicho esto, cuento los segundos para irme con mi mochila a cuestas.
Me pondré morada a hidratos. Me emborracharé de cócteles. Llevaré vestidos blancos, collares de conchas y pantalones anchos antes de volver a meterme en la cinturilla de los hábitos de mujer trabajadora.
Pensaré que septiembre no existe.
Y muy mal se me tiene que dar para no creerme inmortal algún microsegundo.
Al fin y al cabo, nadie dijo que la felicidad estuviera incluida en ningún todo incluido.
Según el CIS, el 80% de los españoles se declara entre feliz, muy feliz y felicísimo.
Poco me parece. ¿Quién va a confesar que está que no vive por salud, dinero, amor, o todo junto? Que le cuesta un mundo levantarse.
Que tiene un clavo en el entrecejo, o en la boca del estómago, que es donde debe de estar eso que los creyentes llaman alma y el resto llamamos conciencia, el yo, nuestra menda lerenda.
Los perdedores
. Los pusilánimes. Todos. Nadie.
Volveremos al redil.
Añoraremos estas vísperas como se extraña la inocencia perdida
. Y cuando nos pregunten por las vacaciones, diremos que fenomenal, gracias, aunque solo hayamos cambiado unos días de cárcel.
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