Leí con curiosidad inicial las primeras páginas de la autobiografía
del presunto y difunto héroe estadounidense Chris Kyle, un francotirador
de los SEAL que no llevaba la lista exacta de los salvajes (la
denominación es suya, no mía) a los que su precisión matadora envió a
criar malvas y de uno en uno.
Aseguran que como mínimo mató a 160, incluidos mujeres y niños con carnet de terroristas, aunque paradójicamente los invadidos fueran ellos, a causa de esas armas de destrucción masiva que nunca existieron.
El personaje se nos presenta con una declaración de principios que me resulta alarmante: “Solo creo en Dios, en la patria y en la familia”.
Esas convicciones, acompañadas de armas para protegerlas de sus repugnantes enemigos y de Satanás, me provocan escalofríos.
La prosa para expresar los sentimientos del ardoroso y concienciado cowboy texano es pedestre. Imaginas que en su oficio de matador era excepcional, que sus compañeros se sentirían seguros sabiendo que su puntería letal les cubría, que su mujer y sus niños sufrieron al constatar que el desequilibrado papá solo quería volver a la guerra para cargarse a los malos y salvar a los buenos, pero su épica labor, su sentido patriótico y su visión de las personas y las cosas ni me entretenía ni me apasionaba.
Aunque el tantas veces admirable Clint Eastwood lleve patinando peligrosamente en sus últimas películas (su despedida hubiera estado a la altura de su arte si lo hubiera hecho en la conmovedora Gran Torino), seguía pensando que este profundo retratista de la oscuridad, profundo investigador de la violencia física y psíquica, maestro de los matices, cronista casi siempre trágico de perdedores con alma, podría hacer inquietante y poderosa la personalidad de este soldado legendario, que el director que habló con lenguaje poderoso de la guerra y ofreciéndonos comprensivamente el testimonio de los dos bandos, de vencedores y vencidos, de los que compartieron una experiencia atroz, en Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, sería capaz de incorporar aristas, dotaría de complejidad al personaje, haría tensas y emocionantes las aventuras y desventuras bélicas que narra, provocaría desazón, miedo y piedad en el espectador ante lo que ve, escucha, intuye o imagina en la pantalla.
No es mi caso
. Aunque a Eastwood no se le haya olvidado rodar con efectividad, la forma de contarme esta historia de heroísmo y muerte, supervivencia y terror, compañerismo y crisis nerviosas, suspense y sangre, inadaptación a la vida cotidiana y familiar después de haber conocido el horror, mi estado de ánimo en cada plano es el de un glaciar.
No le debe ocurrir lo mismo a los masivos y enfervorizados espectadores que ha tenido esta plana película en Estados Unidos.
Al parecer, la identificación emocional con ese patriótico killer que tiene tan clara desde niño la división del mundo en lobos, corderos y pastores, donde se encuentran el bien y el mal absolutos, ha embargado a legiones de espectadores.
Sabía, a través de Hannah Arendt, de la banalidad del mal.
Después de El francotirador también tengo datos sobre la banalidad del héroe.
No me interesa la banalidad con pretensiones de epopeya en el cine. Bastante tengo con sufrirla en la vida real.
Y hablando de francotiradores, sí he visto alguna película memorable con esta temática.
Por ejemplo: Enemigo a las puertas. Jean-Jacques Annaud te hacía sentir muchas cosas en el duelo durante la batalla de Stalingrado entre un francotirador siberiano y un aristócrata alemán.
En la película de Eastwood no siento nada. Me da todo igual. Ni siquiera me irrito.
Aseguran que como mínimo mató a 160, incluidos mujeres y niños con carnet de terroristas, aunque paradójicamente los invadidos fueran ellos, a causa de esas armas de destrucción masiva que nunca existieron.
El personaje se nos presenta con una declaración de principios que me resulta alarmante: “Solo creo en Dios, en la patria y en la familia”.
Esas convicciones, acompañadas de armas para protegerlas de sus repugnantes enemigos y de Satanás, me provocan escalofríos.
La prosa para expresar los sentimientos del ardoroso y concienciado cowboy texano es pedestre. Imaginas que en su oficio de matador era excepcional, que sus compañeros se sentirían seguros sabiendo que su puntería letal les cubría, que su mujer y sus niños sufrieron al constatar que el desequilibrado papá solo quería volver a la guerra para cargarse a los malos y salvar a los buenos, pero su épica labor, su sentido patriótico y su visión de las personas y las cosas ni me entretenía ni me apasionaba.
Aunque el tantas veces admirable Clint Eastwood lleve patinando peligrosamente en sus últimas películas (su despedida hubiera estado a la altura de su arte si lo hubiera hecho en la conmovedora Gran Torino), seguía pensando que este profundo retratista de la oscuridad, profundo investigador de la violencia física y psíquica, maestro de los matices, cronista casi siempre trágico de perdedores con alma, podría hacer inquietante y poderosa la personalidad de este soldado legendario, que el director que habló con lenguaje poderoso de la guerra y ofreciéndonos comprensivamente el testimonio de los dos bandos, de vencedores y vencidos, de los que compartieron una experiencia atroz, en Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, sería capaz de incorporar aristas, dotaría de complejidad al personaje, haría tensas y emocionantes las aventuras y desventuras bélicas que narra, provocaría desazón, miedo y piedad en el espectador ante lo que ve, escucha, intuye o imagina en la pantalla.
EL FRANCOTIRADOR
Dirección: Clint Eastwood.
Intérpretes: Bradley Cooper, Sienna Miller, Luke Grimes, Kyle Gallner.
Género: drama. EE UU, 2015.
Duración: 132 minutos.
Dirección: Clint Eastwood.
Intérpretes: Bradley Cooper, Sienna Miller, Luke Grimes, Kyle Gallner.
Género: drama. EE UU, 2015.
Duración: 132 minutos.
. Aunque a Eastwood no se le haya olvidado rodar con efectividad, la forma de contarme esta historia de heroísmo y muerte, supervivencia y terror, compañerismo y crisis nerviosas, suspense y sangre, inadaptación a la vida cotidiana y familiar después de haber conocido el horror, mi estado de ánimo en cada plano es el de un glaciar.
No le debe ocurrir lo mismo a los masivos y enfervorizados espectadores que ha tenido esta plana película en Estados Unidos.
Al parecer, la identificación emocional con ese patriótico killer que tiene tan clara desde niño la división del mundo en lobos, corderos y pastores, donde se encuentran el bien y el mal absolutos, ha embargado a legiones de espectadores.
Sabía, a través de Hannah Arendt, de la banalidad del mal.
Después de El francotirador también tengo datos sobre la banalidad del héroe.
No me interesa la banalidad con pretensiones de epopeya en el cine. Bastante tengo con sufrirla en la vida real.
Y hablando de francotiradores, sí he visto alguna película memorable con esta temática.
Por ejemplo: Enemigo a las puertas. Jean-Jacques Annaud te hacía sentir muchas cosas en el duelo durante la batalla de Stalingrado entre un francotirador siberiano y un aristócrata alemán.
En la película de Eastwood no siento nada. Me da todo igual. Ni siquiera me irrito.
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