Manuel Vicent publica 'Radical libre', una selección de sus columnas dominicales en EL PAÍS.
Manuel Vicent (Castellón, 1936) afirma que no tiene “capacidad de
análisis.”
Así que por eso —y no por otra cosa— se esfuerza por entregarle todos los domingos a los lectores de EL PAÍS alguna metáfora que sea “una síntesis imaginativa que condense muchas ideas, de la vida o de la actualidad, con la intención de entrar en la inteligencia de la gente por la puerta de atrás.” Quiere, sobre todo, que las 300 palabras de su columna sean, en el lado derecho de la última página, un fogonazo que sorprenda.
“Para mí una columna perfecta es aquella que es leída completa, que te atrapa desde el inicio y que, al final, da un giro que hace que veas las cosas desde otro punto de vista”, dice. La debutante editorial Círculo de Tiza publica ahora uan selección de esos textos bajo el título Radical Libre, como el testimonio de alguien que, “adonde quiera que vaya, nunca tiene cobertura y por tanto permanece incontaminado, a salvo de cualquier basura mediática.”
El escritor que estudió Derecho y es un asiduo visitante de las galerías de arte, habla una mañana de sol tímido, frente a una taza de café.
Cada tanto, mientras recuerda o explica, ríe, levanta las cejas y arruga la frente
. Comenzó a leer los periódicos “en serio” a los 17 años, cuando eran un puñado de hojas podadas y maquilladas por la censura franquista.
Al llegar a Madrid, en 1960, no encontró en la prensa de la capital rasgos claros que la diferenciaran de la de Valencia, pero los artículos literarios atraparon su atención.
En un Madrid “de bulevares, acacias, tranvías y funcionarios que se levantaban a las 11”, no tardó en insertarse en las tertulias del Café Gijón, lleno de cómicos, periodistas y jueces, hasta que hace 12 años decidió dejar de ir.
“Porque ya no me aportaba nada y un día dejé de pisar el Café como quien deja el tabaco. Simplemente ya no me apeteció envejecer en público frente a un ventanal”, arguye ahora.
Un día de 1966, poco después de haber ganado el Premio Alfaguara por su novela Pascua y naranjas, fue a la redacción del diario Madrid
a visitar a un amigo.
“Mándame algo”, le dijo éste.
Y lo que Vicent mandó fue un artículo sobre el ocaso del dictador portugués Antonio de Oliveira Salazar. “Para entonces Fraga había quitado las alambradas pero había dejado el campo sembrado de minas
. Dentro de todo, había cierta libertad porque ya no teníamos que decir obligatoriamente algo a favor de la dictadura
. Yo escribía en la tercera página, la más crítica del periódico, donde había que decir las cosas con claves, todo de manera indirecta, solicitando la complicidad del lector.
Eso te permitía depurar el estilo, en el sentido de hacerte elusivo, ser irónico, hacer metáforas.” Con el estilo periodístico pulido, de las páginas internacionales pasó a hacer una columna literaria y luego, hasta el último día de existencia de aquel diario, se encargó de la crítica de arte. Entonces llegó a la revista Hermano Lobo, “donde el humor permitía decir varias cosas.
Después escribí en Triunfo, había que escribir sobre algo externo pero que tuviera una interpretación interna y el lector leía entre líneas y era así un aliado.”
Para el también novelista, autor Tranvía a la Malvarrosa o La novia de Matisse, el periodismo es el género literario del siglo XX. “Porque casi todos los escritores del siglo XX han pasado por los periódicos. Azorín, que no hizo más que artículos, es un gran literato. Unamuno, Pla, Camba, González Ruano, Cunquiero… todos publicaron primero en los periódicos. Al articulismo se llegaba desde fuera.
Los escritores bajaban a los periódicos y gracias a eso comían, porque no podían vivir de sus novelas y el periódico se convertía en un escaparate y una correa de transmisión del pensamiento literario.”
Manuel Vicent llegó a EL PAÍS para hacerse cargo de las crónicas parlamentarias. “Juan Luis Cebrián quería darle un énfasis especial a esto porque se trataba de las primeras Cortes democráticas, las que definirían la España actual. La crónica parlamentaria era ya una gran tradición literaria. Azorín lo había hecho, Josep Pla, Julio Camba… todos habían pasado por el congreso como quien pasa por el circo.
Y luego me tocó a mí.” Fueron esas crónicas las responsables de que los lectores comenzaran a seguir su trabajo.
Luego haría crónicas, reportajes, entrevistas, perfiles (“mis daguerrotipos”) y una columna dominical.
Las columnas de don Manuel son unas píldoras que dicen mucho en pocas palabras.
Cuenta el cineasta y novelista Manuel Gutiérrez Aragón en el prólogo de Radical Libre que los domingos empieza a leer EL PAÍS por la última página porque admira “la concisión y la síntesis de esos textos.
Me viene a la mente la prosa densa y conceptual de Gracián. Una manera de mirar la fábrica del mundo, y de describir sus barrocos trampantojos
. Un mundo de todas maneras gozoso y digno de vivirse, en el caso de Vicent.”
Vicent —los ojos afilados, la barba de chivo bien recortada, las gafas de sol colgadas del cuello— dice que se levanta sobre las nueve de la mañana y va a comprar el periódico que lee mientras desayuna. Después, a eso de las once, se va a su estudio y se sienta frente al ordenador.
“Sólo por estar sentado, aunque no mueva una tecla, estoy trabajando. Bueno, yo como escritor, si es que soy escritor, considero que mientras estoy viviendo estoy trabajando
. Entonces, vuelvo, estoy frente al ordenador y, aunque no se me ocurra nada, que es lo normal, estoy trabajando.
Me llaman o llamo por teléfono
. Si estoy escribiendo una novela y tengo algo para trabajarlo, lo hago. Si tengo que entregar algo al periódico, lo hago. Si no, pues… estoy mirando la pared de enfrente o leyendo.
Después como con amigos y luego… a eso de las siete, me voy a tomar una copa.
Cada mes tengo necesidad de largarme. Tengo siempre al lado de mi mesa una maleta a la que acaricio como a una perra y, de vez en cuando, ella misma me dice “¡larguémonos!”
Y me largo.
O sea: que llevo una vida muy tranquila.”
Pero escribir para publicar los domingos requiere un esfuerzo.
“Es que, para entonces, los medios ya han machacado todo lo que ha sucedido durante la semana. Ese día, la gente lee el periódico en otra situación. Con tranquilidad, en casa, en una terraza. Sin buscar problemas.
Cada lunes sale un bombazo, luego se va diluyendo y cuando llega el fin de semana hay que relajarse. Entonces uno tiene que agarrar algo que ha quedado en el aire y tratar de verlo de forma distinta.
A veces se acierta y a veces no. Normal. Pero eso implica una responsabilidad. Porque, aunque es una columnita, está descaradamente puesta en la última página
. Para leerla no tienes necesidad de abrir el periódico y es casi seguro que la lean.”
Así que por eso —y no por otra cosa— mientras escribe busca metáforas y buenos remates para sorprender al lector todos los domingos.
Así que por eso —y no por otra cosa— se esfuerza por entregarle todos los domingos a los lectores de EL PAÍS alguna metáfora que sea “una síntesis imaginativa que condense muchas ideas, de la vida o de la actualidad, con la intención de entrar en la inteligencia de la gente por la puerta de atrás.” Quiere, sobre todo, que las 300 palabras de su columna sean, en el lado derecho de la última página, un fogonazo que sorprenda.
“Para mí una columna perfecta es aquella que es leída completa, que te atrapa desde el inicio y que, al final, da un giro que hace que veas las cosas desde otro punto de vista”, dice. La debutante editorial Círculo de Tiza publica ahora uan selección de esos textos bajo el título Radical Libre, como el testimonio de alguien que, “adonde quiera que vaya, nunca tiene cobertura y por tanto permanece incontaminado, a salvo de cualquier basura mediática.”
El escritor que estudió Derecho y es un asiduo visitante de las galerías de arte, habla una mañana de sol tímido, frente a una taza de café.
Cada tanto, mientras recuerda o explica, ríe, levanta las cejas y arruga la frente
. Comenzó a leer los periódicos “en serio” a los 17 años, cuando eran un puñado de hojas podadas y maquilladas por la censura franquista.
Al llegar a Madrid, en 1960, no encontró en la prensa de la capital rasgos claros que la diferenciaran de la de Valencia, pero los artículos literarios atraparon su atención.
En un Madrid “de bulevares, acacias, tranvías y funcionarios que se levantaban a las 11”, no tardó en insertarse en las tertulias del Café Gijón, lleno de cómicos, periodistas y jueces, hasta que hace 12 años decidió dejar de ir.
“Porque ya no me aportaba nada y un día dejé de pisar el Café como quien deja el tabaco. Simplemente ya no me apeteció envejecer en público frente a un ventanal”, arguye ahora.
“Para mí una columna perfecta es aquella que es
leída completa, que te atrapa desde el inicio y que, al final, da un
giro que hace que veas las cosas desde otro punto de vista”
“Mándame algo”, le dijo éste.
Y lo que Vicent mandó fue un artículo sobre el ocaso del dictador portugués Antonio de Oliveira Salazar. “Para entonces Fraga había quitado las alambradas pero había dejado el campo sembrado de minas
. Dentro de todo, había cierta libertad porque ya no teníamos que decir obligatoriamente algo a favor de la dictadura
. Yo escribía en la tercera página, la más crítica del periódico, donde había que decir las cosas con claves, todo de manera indirecta, solicitando la complicidad del lector.
Eso te permitía depurar el estilo, en el sentido de hacerte elusivo, ser irónico, hacer metáforas.” Con el estilo periodístico pulido, de las páginas internacionales pasó a hacer una columna literaria y luego, hasta el último día de existencia de aquel diario, se encargó de la crítica de arte. Entonces llegó a la revista Hermano Lobo, “donde el humor permitía decir varias cosas.
Después escribí en Triunfo, había que escribir sobre algo externo pero que tuviera una interpretación interna y el lector leía entre líneas y era así un aliado.”
Para el también novelista, autor Tranvía a la Malvarrosa o La novia de Matisse, el periodismo es el género literario del siglo XX. “Porque casi todos los escritores del siglo XX han pasado por los periódicos. Azorín, que no hizo más que artículos, es un gran literato. Unamuno, Pla, Camba, González Ruano, Cunquiero… todos publicaron primero en los periódicos. Al articulismo se llegaba desde fuera.
Los escritores bajaban a los periódicos y gracias a eso comían, porque no podían vivir de sus novelas y el periódico se convertía en un escaparate y una correa de transmisión del pensamiento literario.”
Manuel Vicent llegó a EL PAÍS para hacerse cargo de las crónicas parlamentarias. “Juan Luis Cebrián quería darle un énfasis especial a esto porque se trataba de las primeras Cortes democráticas, las que definirían la España actual. La crónica parlamentaria era ya una gran tradición literaria. Azorín lo había hecho, Josep Pla, Julio Camba… todos habían pasado por el congreso como quien pasa por el circo.
Y luego me tocó a mí.” Fueron esas crónicas las responsables de que los lectores comenzaran a seguir su trabajo.
Luego haría crónicas, reportajes, entrevistas, perfiles (“mis daguerrotipos”) y una columna dominical.
Las columnas de don Manuel son unas píldoras que dicen mucho en pocas palabras.
Cuenta el cineasta y novelista Manuel Gutiérrez Aragón en el prólogo de Radical Libre que los domingos empieza a leer EL PAÍS por la última página porque admira “la concisión y la síntesis de esos textos.
Me viene a la mente la prosa densa y conceptual de Gracián. Una manera de mirar la fábrica del mundo, y de describir sus barrocos trampantojos
. Un mundo de todas maneras gozoso y digno de vivirse, en el caso de Vicent.”
Vicent —los ojos afilados, la barba de chivo bien recortada, las gafas de sol colgadas del cuello— dice que se levanta sobre las nueve de la mañana y va a comprar el periódico que lee mientras desayuna. Después, a eso de las once, se va a su estudio y se sienta frente al ordenador.
“Sólo por estar sentado, aunque no mueva una tecla, estoy trabajando. Bueno, yo como escritor, si es que soy escritor, considero que mientras estoy viviendo estoy trabajando
. Entonces, vuelvo, estoy frente al ordenador y, aunque no se me ocurra nada, que es lo normal, estoy trabajando.
Me llaman o llamo por teléfono
. Si estoy escribiendo una novela y tengo algo para trabajarlo, lo hago. Si tengo que entregar algo al periódico, lo hago. Si no, pues… estoy mirando la pared de enfrente o leyendo.
Después como con amigos y luego… a eso de las siete, me voy a tomar una copa.
Cada mes tengo necesidad de largarme. Tengo siempre al lado de mi mesa una maleta a la que acaricio como a una perra y, de vez en cuando, ella misma me dice “¡larguémonos!”
Y me largo.
O sea: que llevo una vida muy tranquila.”
Pero escribir para publicar los domingos requiere un esfuerzo.
“Es que, para entonces, los medios ya han machacado todo lo que ha sucedido durante la semana. Ese día, la gente lee el periódico en otra situación. Con tranquilidad, en casa, en una terraza. Sin buscar problemas.
Cada lunes sale un bombazo, luego se va diluyendo y cuando llega el fin de semana hay que relajarse. Entonces uno tiene que agarrar algo que ha quedado en el aire y tratar de verlo de forma distinta.
A veces se acierta y a veces no. Normal. Pero eso implica una responsabilidad. Porque, aunque es una columnita, está descaradamente puesta en la última página
. Para leerla no tienes necesidad de abrir el periódico y es casi seguro que la lean.”
Así que por eso —y no por otra cosa— mientras escribe busca metáforas y buenos remates para sorprender al lector todos los domingos.
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