Con el paso del tiempo también las costuras y las correas y los garfios han adquirido una belleza anormal, inexplicable.
La fotografía, de 1906, muestra una muñeca en la que las prótesis
ocupan más espacio que el cuerpo. Como resulta muy dudoso que Papá Noel o
los Reyes Magos se la dejaran de regalo a una niña, incluso a una niña
perversa, tendremos que suponer que se trataba de un maniquí destinado a
ocupar el escaparate de un establecimiento de ortopedia.
De ser así, no obstante, ¿por qué coronar un organismo torturado con una cabeza tan hermosa?
¿A quién se le ocurrió la idea? Pero, sobre todo, ¿cómo se atrevió a llevarla a cabo?
Estamos hablando de la representación de una cría de siete u ocho años a la que no han dejado una extremidad sana, pese a que no se ha metido con nadie.
La discrepancia entre la serenidad del rostro y el paroxismo del resto de su cuerpo impide al espectador apartar los ojos de la imagen una vez que se han posado sobre ella.
En esa falta de acuerdo entre una cosa y otra nos parece advertir la existencia de un mensaje secreto que algo nos impide descifrar, como cuando la línea del teléfono se llena de ruidos justo en el instante en el que estamos a punto de recibir la noticia de nuestra vida.
He aquí un cuerpo lleno de ruidos, de lamentos, de costuras que, más que en las piernas o en los brazos, dan la impresión de estar hechas en el alma.
El problema es que con el paso del tiempo también las costuras y las correas y los garfios han adquirido una belleza anormal, inexplicable.
Habrá quien se pregunte por qué, para completar el paisaje ortopédico, no le han puesto un ojo de cristal a la muñeca.
Porque lo son los dos.
Está ciega.
De ser así, no obstante, ¿por qué coronar un organismo torturado con una cabeza tan hermosa?
¿A quién se le ocurrió la idea? Pero, sobre todo, ¿cómo se atrevió a llevarla a cabo?
Estamos hablando de la representación de una cría de siete u ocho años a la que no han dejado una extremidad sana, pese a que no se ha metido con nadie.
La discrepancia entre la serenidad del rostro y el paroxismo del resto de su cuerpo impide al espectador apartar los ojos de la imagen una vez que se han posado sobre ella.
En esa falta de acuerdo entre una cosa y otra nos parece advertir la existencia de un mensaje secreto que algo nos impide descifrar, como cuando la línea del teléfono se llena de ruidos justo en el instante en el que estamos a punto de recibir la noticia de nuestra vida.
He aquí un cuerpo lleno de ruidos, de lamentos, de costuras que, más que en las piernas o en los brazos, dan la impresión de estar hechas en el alma.
El problema es que con el paso del tiempo también las costuras y las correas y los garfios han adquirido una belleza anormal, inexplicable.
Habrá quien se pregunte por qué, para completar el paisaje ortopédico, no le han puesto un ojo de cristal a la muñeca.
Porque lo son los dos.
Está ciega.
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