Hay escritores capaces de apelar a la introspección con sus palabras a la vez que dominan la imagen con sus prendas. Como estos.
Los novelistas tienen fama de desastrados, de tener
una nula capacidad para lo pragmático que los convierte en seres que
pasean con lamparones en la camisa y tejanos roídos, de ser especímenes
que parecen haber sido asesorados por un mayordomo daltónico.
Y, sin
embargo, existe una larga lista de autores que cuidan tanto su vestuario
como su prosa o que, al menos, pasarán a la historia por una prenda
característica.
De hecho, la novelista Donna Tartt, siempre impoluta y
con una elegancia glacial, será la encargada de confeccionar la próxima
lista de mejor vestidos en la revista Vanity Fair
. Muchos
otros no llegan a tanto, pero al menos son plenamente conscientes de qué
ropa llevan.
Uno de los más refinados, Gay Talese, escribió: “Muchos
periodistas y autores visten de forma muy pobre.
Cuando mueran, alguien
les pondrá un bonito traje y los meterá en una caja. Si se visten bien
para su muerte, ¿por qué no se visten un poco mejor mientras están
vivos?”
. He aquí una lista de autores con vestuarios icónicos.
Personas
que quizás porque pasan muchísimas horas tecleando en pijama, sin salir
de casa, se esfuerzan más en endomingarse cuando llega el momento de
entrar en contacto con la civilización.
Gay Talese
Hijo de sastre, segunda generación de una familia que
ya se dedicaba a ello en Italia, su progenitor se consideraba un artista
con aguja e hilo, y de madre modista, el as del Nuevo Periodismo vistió
traje a medida desde que le salieron los dientes de leche.
De hecho, en
su texto Orígenes de un escritor de no ficción, incluido en la edición de Retratos y encuentros
editada por Alfaguara, reconoce que aprendió a escribir en la tienda de
ropa que regentaba su mamá:
“Mi tratamiento de la investigación y del
relato se había desarrollado a partir de la tienda de la familia: las
damas enguatadas de blanco que tomaban asiento en las butacas de cuero
rojo, embebidas en paliques de mitad de tarde…”. Interesado en los
trapos desde la preadolescencia, inspirado en películas como Casablanca o La Dolce Vita,
es un apologeta de los trajes Brioni y también recuerda con cariño
aquel Brook Brothers que compró en Nueva York en 1953
. De prosa tan
pulcra como su vestimenta, ni un adjetivo de más, ni unos gemelos
aparatosos, son recurrentes en su dieta sartorialista los trajes de tres
piezas, las camisas de corredores de bolsa de los ochenta o de
gángsters durante la Ley Volstead (rayadas pero con el cuello blanco) y
sus sombreros Fedora de ala tolerablemente ancha.
Tom Wolfe
Amigo y versión manierista de Talese, en lo
estilístico y tanto en sus libros como en su armario, Tom Wolfe es El
Hombre del Traje Blanco, aunque antes lo vistiera Mark Twain. El Bárbaro
del Nuevo Periodismo ha ido añadiendo complementos a su apuesta
(bombín, bastón, capa, brogues bicolores) hasta abrazar un punto de no
retorno que a menudo coquetea con la imagen que uno tendría de un tío
abuelo algo lunático.
En Ponche de ácido lisérgico,
entra en contacto con los hippies ultracoloristas seguidores de Ken
Kesey y estos le miran con cierta suspicacia, pese a que justo ese día
no lleva su uniforme de duque blanco:
“Te aseguro que allá en Nueva
York, Black Maria, me consideran casi un dandy.
Pero al parecer una
chaqueta azul de seda y una gran corbata con dibujo de payasos y un… un…
un par de lustrosos mocasines negros no se ajustan demasiado al modelo
aceptable para los drogatas de San Francisco”
. Ojo con meterte con el
vestuario de Wolfe, así se las gasta con su pluma venenosa.
Como aquel
personaje de Agatha Christie, se solivianta más por una mota de polvo en
la gabardina que por un balazo en el pecho.
Oscar Wilde / Saki
La literatura dandi merece un capítulo propio para sus
dos mejores profetas de finales del siglo XIX. Wilde, que dijo que es
el estilo y no la sinceridad lo que realmente importa, que vestía capas y
abrigos forrados con piel de conejo, que dotaba a sus anillos de un
significado oculto y que tenía un código cifrado para sus corbatines,
era tan dandi que quiso pagar el taxi que lo llevó a la comisaría.
Y
Saki, quizás algo menos conocido pero igualmente talentoso y con un don
innato para el aforismo demoledor y las reflexiones sobre corbatas de
seda, escribió diálogos como el que sigue: “La moda imperante es creer
en el cambio perpetuo, la mutabilidad y todas esas cosas; y decir que
sólo somos una forma mejorada del mono primigenio. Imagino, claro está,
que suscribe usted esa doctrina. / La considero claramente prematura; en
la mayoría de personas que conozco, el proceso dista mucho de haberse
completado”.
Siempre soltaba lindezas como ésa embutido en sus camisas
con cuello postizo redondeado con pasador y sus chalecos de formas
geométricas en blanco y negro.
William Burroughs
Versión maligna del look Talese, el escritor beat
difícilmente salía de casa sin su traje tres piezas, su Fedora o su
abrigo Chesterfield con el cuello vuelto forrado de piel de mamífero, a
veces también con un dignísimo Crombie
. Debatiéndose según la época
entre las gafas de pasta negra y las de alambre con montura de pera,
pasará a la historia por otro accesorio: en muchísimas fotografías posa
con un arma de fuego, que refuerza el contraste entre su elegancia y su
vocación provocadora.
Hunter S. Thompson
A medio camino entre el aspecto de un jubilado de paseo por Tampa y el de un adolescente en el Primavera Sound, el look Miedo y asco en Las Vegas
del periodista gonzo es uno de los más reconocibles de los novelistas
del siglo XX: gafas de pera con lunas tintadas color ámbar, cigarrillo
con boquilla prendido de la comisura, camisas hawaianas, cadenas al
cuello…
Aunque también sentía cierto amor por los pantalones comando,
los cuellos de camisa con elefantiasis, las pistolas, las gorras y los
sombreros de cowboy.
Jonathan Ames
Tanto Jonathan Ames, el novelista, como Jonathan Ames, el personaje de la serie de la HBO Bored To Death,
tienen un lugar privilegiado en esta lista.
Al fin y al cabo, el
escritor neoyorquino siempre escribe sobre su vida, hasta tal punto que
dijo aquello de: “Debería perseguirme por difamación y plagio”.
En la
novela ¡Despierte, señor!, editada
en España por Principal de los libros, incluso elabora una lista con sus
ocho americanas favoritas, citando tanto a Gogol como a los Brook
Brothers. Su favorita: “Americana de verano a cuadros escoceses verdes y
azules, de Harry Ballard de Princeton, adquirida en 1984.
Necesita
frecuentes viajes a la tintorería y parece retener la sudación de forma
despiadada, pero puede resultar tremendamente encantadora”.
Juan Marsé
Marsé sería el primer sorprendido, no necesariamente
para bien, con su inclusión en esta lista. Y sin embargo, a veces una
fotografía basta para que una prenda de ropa sea de lo más elocuente
. En
concreto, esa fotografía de Marsé en su taller con una camiseta
imperio, de tirantes. En las letras españolas no abundaban escritores de
clase trabajadora y por eso es relevante que el creador del pijoparte
posara con una prenda como aquella.
Es más, aunque no sea el gran dandi
del Carmelo, sí tenía una mirada especialmente entrenada para clavar
las descripciones de la vestimenta, como en la escena del baile de Últimas tardes con Teresa:
“El azar quiso este día adornarla con una sencillez casi dominguera
(falda blanca y plisada, blusa azul de cello alto y ancho cinturan
negro) que habría hecho juego con el ambiente de no ser por su lánguida
melena de niña bien y su piel mimada por el sol del ocio”.
Gabriel García Márquez
Algo parecido sucede con el colombiano.
De hecho, explica Xavi Ayén en la biografía coral Aquellos años del boom
que Gabo solía vestirse con un mono de trabajo azul para concentrarse
en la escritura.
A veces olvidaba quitárselo y cuando caía la noche iba
al cine de esa guisa.
No le hacía ascos a las americanas ni a los
botines pero, si aparece aquí, es por un gesto de lo más icónico:
recogió el Premio Nobel vistiendo una guayabera, una prenda caribeña
pocas veces lucida con tanto orgullo en un país tan gélido como Suecia.
Horas antes de la ceremonia, defendía su elección así: “Espero estar
allí en guayabera. El traje obligatorio es el frac, pero aceptan que los
hindúes vayan con su traje nacional
. Yo estoy dispuesto a demostrar que
la guayabera es el traje nacional del Caribe
. Con tal de no ponerme el
frac soy capaz de aguantarme el frío”.
J. P. Donleavy
Si existe eso que se conoce como escritor irlandés, el autor de El hombre de mazapán
(Edhasa) lo encarnaría a pesar de haber nacido en Nueva York (se
nacionalizó irlandés después de la Segunda Guerra Mundial). Bullanguero,
siempre listo para la algarada y con una cabeza similar a la de una
cerilla, altamente inflamable, destaca por sus trajes de tres piezas de tweed,
tan complicados de vestir con éxito, y sus brogues encargados a medida
.
Ahora, más tranquilo y retirado en una casa rural, ha relajado su
apuesta y se deja ver con zapatos cómodos, chalecos de forro polar y un
sombrero panameño que en sus años de juventud no habría tocado ni con un
palo.
EXTRA: George Sand
Y, sin embargo, uno de los hombres mejor vestidos de
la historia de las letras fue… una mujer.
Y, sobre todo, fue uno de los
seres humanos de una clase social acomodada con más valentía y más
capacidad para abrazar cierta emancipación gracias a la ropa.
George
Sand, esa riot girl decimonónica, esa baronesa parisina que
después de abandonar a su esposo decidió comenzar a vestirse como un
hombre
. Un hombre muy elegante, de hecho.
Esta prolífica amiga de Balzac
y Flaubert perdió parte de sus privilegios, pero gracias a su apuesta
frecuentó lugares vetados a las mujeres de la época.
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