¿Ha aniquilado la fiebre ‘gourmet’ nuestra capacidad de disfrutar de una copa? ¿Podremos volver a beber sin hablar de lo que bebemos?.
¿Qué fue antes, comer o ir de cañas? En 1950, el científico Jonathan
Sauer revolucionó los círculos académicos cuando sugirió que los hombres
del Neolítico, en contra de la creencia generalizada, no habían
comenzado a cultivar cereales para producir harina, sino cerveza.
Lo que parecía una boutade ha acabado siendo una teoría ampliamente aceptada, y la confirmación de lo que todo sospechábamos: que el ser humano siempre ha tenido un vaso en la mano, especialmente en los momentos importantes.
“Cuando ganas te mereces champán; cuando pierdes, lo necesitas”
. Son palabras de Napoleón Bonaparte, que conocía como nadie las virtudes del espumoso.
En sus días de vino y rosas (las frases hechas nunca son inocentes), su afición a la bebida predilecta de María Antonieta demostraba que, más allá de diferencias políticas, las élites del Antiguo y el Nuevo Régimen festejaban sus éxitos del mismo modo.
Al otro lado del canal de la Mancha, el joven británico George
Brummell (Beau Brummell para los amigos, aunque tenía pocos), fundador
de la secta del dandismo y tan dictatorial en la bebida como en el
atuendo, dejaba claros sus gustos a golpe de aforismos
. Se dice que una vez rechazó una segunda copa de champán que no estaba a la altura de sus expectativas con un taxativo “gracias, pero no bebo sidra”, y que relativizó una ruptura amorosa diciendo que poco podía esperar de una dama “a quien han visto bebiendo cerveza”.
En la época de Brummell se bebía mucho, pero apenas se hablaba de la bebida.
Era el alcohol el que reflejaba las diferencias sociales: podía ser un indicador de sofisticación, de elegancia, de incultura o de rebeldía.
Incluso creativa. ¿Es posible trazar una línea causa-efecto entre la absenta y aquella generación de artistas que, por primera vez, quisieron alejarse de la realidad? ¿O delimitar los efectos que tuvo el whisky en varias generaciones de machos alfa estadounidenses?
Desde luego, hay una línea continua que une los tiempos de la conquista del Oeste, cuando los salones eran esencialmente dispensarios de whisky, y los años centrales del siglo XX, cuando el Jack Daniels se convirtió en el santo y seña de aquel fenómeno a medio camino entre la mafia, la fiesta y el lujo que fue el Rat Pack de Frank Sinatra, Peter Lawford, Dean Martin y Sammy Davies Jr. Durante décadas, pedir un whisky doble era toda una declaración de hombría que apenas admitía matices y que no requería explicación alguna.
Los expertos coinciden en señalar que es difícil saber cómo sabían
las bebidas alcohólicas de siglos pasados: los procesos eran menos
sofisticados, las materias primas también y, sobre todo, la población no
las consumía en un acto de cosmopolitismo, sino porque la bebida era
algo tan cotidiano (aunque no tan políticamente correcto) como comer,
vestirse o jugar a las cartas.
Hoy el alcohol ha ganado en calidad, respetabilidad y riqueza, pero también ha perdido parte de su espontaneidad.
El boom de la coctelería ha convertido las ciudades en enormes bares con aspiraciones premium, y el acto de beber, en un alarde de saber enciclopédico, una metaexperiencia que vuelve casi imposible tomar un gintonic sin que la conversación orbite acerca de los botánicos de turno.
Que la sofisticación del alcohol va unida a una cultura que permite apreciar y valorar sus matices es algo que nadie pone en duda.
Ahora bien, ¿no habría que recordar que el alcohol no sólo es un fin, sino también un medio para otras cosas? Imaginen que Toulouse-Lautrec, cuando se entregaba a la absenta, hubiera tenido una carta tan extensa como el menú de whiskies en cualquier buen hotel de Shanghái (un atlas de varias páginas con referencias ordenadas por valles y regiones de Escocia).
Se habría levantado antes de pedir, aturdido, abortando no se sabe cuántas obras maestras.
La respuesta a este “problema” no pasa necesariamente por el nihilismo alcohólico (consumir sin criterio comprenderá que no es una opción) ni por reivindicar la ignorancia, sino por recordar que tomarse una copa es algo enormemente disfrutable, y que los bares son lugares donde se va a estar en buena compañía, no a hablar de lo que está bebiendo
. O al menos no solo a ello. Eso déjeselo al bartender
. O al coctelero (por favor, ¡no los confunda!).
Lo que parecía una boutade ha acabado siendo una teoría ampliamente aceptada, y la confirmación de lo que todo sospechábamos: que el ser humano siempre ha tenido un vaso en la mano, especialmente en los momentos importantes.
“Cuando ganas te mereces champán; cuando pierdes, lo necesitas”
. Son palabras de Napoleón Bonaparte, que conocía como nadie las virtudes del espumoso.
En sus días de vino y rosas (las frases hechas nunca son inocentes), su afición a la bebida predilecta de María Antonieta demostraba que, más allá de diferencias políticas, las élites del Antiguo y el Nuevo Régimen festejaban sus éxitos del mismo modo.
George Brummell zanjó una ruptura amorosa diciendo que poco se podía esperar de una dama que bebe cerveza
. Se dice que una vez rechazó una segunda copa de champán que no estaba a la altura de sus expectativas con un taxativo “gracias, pero no bebo sidra”, y que relativizó una ruptura amorosa diciendo que poco podía esperar de una dama “a quien han visto bebiendo cerveza”.
En la época de Brummell se bebía mucho, pero apenas se hablaba de la bebida.
Era el alcohol el que reflejaba las diferencias sociales: podía ser un indicador de sofisticación, de elegancia, de incultura o de rebeldía.
Incluso creativa. ¿Es posible trazar una línea causa-efecto entre la absenta y aquella generación de artistas que, por primera vez, quisieron alejarse de la realidad? ¿O delimitar los efectos que tuvo el whisky en varias generaciones de machos alfa estadounidenses?
Desde luego, hay una línea continua que une los tiempos de la conquista del Oeste, cuando los salones eran esencialmente dispensarios de whisky, y los años centrales del siglo XX, cuando el Jack Daniels se convirtió en el santo y seña de aquel fenómeno a medio camino entre la mafia, la fiesta y el lujo que fue el Rat Pack de Frank Sinatra, Peter Lawford, Dean Martin y Sammy Davies Jr. Durante décadas, pedir un whisky doble era toda una declaración de hombría que apenas admitía matices y que no requería explicación alguna.
En el pasado, beber no era un acto de cosmopolitismo sino algo tan cotidiano como comer, vestirse o jugar a las cartas
Hoy el alcohol ha ganado en calidad, respetabilidad y riqueza, pero también ha perdido parte de su espontaneidad.
El boom de la coctelería ha convertido las ciudades en enormes bares con aspiraciones premium, y el acto de beber, en un alarde de saber enciclopédico, una metaexperiencia que vuelve casi imposible tomar un gintonic sin que la conversación orbite acerca de los botánicos de turno.
Que la sofisticación del alcohol va unida a una cultura que permite apreciar y valorar sus matices es algo que nadie pone en duda.
Ahora bien, ¿no habría que recordar que el alcohol no sólo es un fin, sino también un medio para otras cosas? Imaginen que Toulouse-Lautrec, cuando se entregaba a la absenta, hubiera tenido una carta tan extensa como el menú de whiskies en cualquier buen hotel de Shanghái (un atlas de varias páginas con referencias ordenadas por valles y regiones de Escocia).
Se habría levantado antes de pedir, aturdido, abortando no se sabe cuántas obras maestras.
La respuesta a este “problema” no pasa necesariamente por el nihilismo alcohólico (consumir sin criterio comprenderá que no es una opción) ni por reivindicar la ignorancia, sino por recordar que tomarse una copa es algo enormemente disfrutable, y que los bares son lugares donde se va a estar en buena compañía, no a hablar de lo que está bebiendo
. O al menos no solo a ello. Eso déjeselo al bartender
. O al coctelero (por favor, ¡no los confunda!).
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