El amargo partido de despedida contra Australia (18.00), en un clima de idilio quebrado, puede suponer el fin de una idea de selección y de los jugadores que la llevaron a la cima.
Pesados todos conque esta Selección ya no sirve, hay que tirarla, de nada vale los partidos que han ganado , La roja no es buena....Que pena me da los Abriles que han ganado si de partidos nunca se sabe, La Roja por dios tan campeona pero ya no eres buena....Ay!!!! La roja...
En la historia de la selección española
cuesta rastrear un partido tan amargo como el que hoy tendrá que
tragarse con Australia.
Un marrón para todos, una cruz para los que jueguen y los que no, los que se retiran y los que se quedan.
Nadie está a salvo de comerse el sapo, ni siquiera aquellos que llevaron a España a un pedestal, quienes tampoco tendrán un adiós en paz. Para su desgracia y la del fútbol español, hasta el legado está en serio riesgo
. Quebrado el idilio con los marcadores, según la territorialidad o camiseta de cada cual, de repente abundan las sospechas.
Como el fútbol es amnésico, los cainitas se arman hasta los dientes sabedores de que el éxito no es eterno y cuando creen que ya pueden cantar victoria basurean y revuelven en el lodo.
Seis años en la cumbre quizá no hayan servido para fumigar las arcaicas telarañas españolas
. Los oportunistas resistían agazapados y como simples espectadores de resultados se arman de razones para abrir viejas heridas, las que durante tanto tiempo impidieron el despegue de la selección, sometida al periscopio de madridistas, azulgrana, rojiblancos y de los que se apropian de las banderas.
Entonces, en las cavernas, la selección era solo eso, una selección de futbolistas que despertaba suspicacias por doquier, no un conjunto de babélica procedencia pero familiarizado por una idea deportiva y un objetivo común, como el que hoy se despedirá en Curitiba.
En un país que siempre fue un monocultivo de los clubes, la Roja se convirtió durante un tiempo en un símbolo vertebrador, en un equipo en sí mismo en el que cabían la Terrassa de Xavi, la Tolosa de Alonso, el Madrid de Casillas y la Asturias de Villa.
La selección se hizo civil y la aupaba un manto social sin caspa ni cutreríos patrios.
Por fin, España se asemejaba a la inmensa mayoría de selecciones, donde no hay ampollas entre el City y el United, o el Inter y el Mila
n. Por una vez, España no estaba sujeta al esgrimista duelo permanente entre el Barça y el Real Madrid, a las miradas torticeras de los militantes de uno y otro sobre tal o cual culpable, tal o cual convocado o el cromosoma nativo de cada uno.
La gente estaba feliz con su selección, brindaba por sus logros y los jugadores, de cualquier rincón o equipo, pusieron todo su empeño a favor de una causa general: el prestigio del fútbol español y el orgullo de todos sus seguidores, sin distinción.
Todos por igual mostraron a la selección la misma fidelidad que a sus clubes.
No puede ser de otra manera cuando ya son muchos los que desde distintos puntos del mapa han llegado a los 100 partidos internacionales.
Ahora, tras el derrape final en Brasil, comienzan a surgir rancios brotes del pasado, los que, por ejemplo, apuntan a la yugular del seleccionador porque no ha sido lo madridista que se le supone, porque ha sido demasiado complaciente con los barcelonistas, porque ha ninguneado a no sé quién o ha sido más bonachón de lo que era conveniente.
Subyace de nuevo lo peor de una España no tan remota, como si Del Bosque hubiera tenido que ser un entrenador sectario con un látigo al vuelo.
Con sus buenos modales, el técnico se limitó a seguir con buen tino la propuesta más convincente que había en el fútbol español, la de un Barça que triunfaba.
Pero solo era un principio futbolero. Ir más allá conduce a la demagogia, de la que nunca han participado ni los internacionales madridistas, cuya gloria en estos tiempos ha sido tan indiscutible como los de sus colegas culés y otros muchos.
Pero no han faltado los que han visto con desafecto que también se ensalzaran los méritos de los que no son de su equipo doméstico.
Como si se vieran traicionados por la piña en torno a la Roja.
A Del Bosque, hombre educado, recto, dialogante y responsable, se debe en gran parte que el grupo haya estado cohesionado y, lejos de sus muchos aciertos y algunos errores, que el comportamiento por lo general haya sido modélico, por mucho que estos días se atice la hoguera por unas palabras de Alonso o un peto de Cesc.
En toda familia hay enredos, más si pintan bastos.
Y no digamos entre las celebridades del fútbol. “Yo pienso en todos los jugadores, ellos solo en sí mismos”, dijo ayer Del Bosque al comentar el incidente con Fàbregas, pulgoso por no haber jugado lo que deseaba y displicente en el entrenamiento del pasado sábado.
Las palabras del míster revelan que fue cocinero antes que fraile y que llegado a un punto si tiene que dar un tirón de orejas a quien fue su ariete falso preferido, se lo da.
Sin paños calientes, sin remilgos.
Al técnico, por supuesto, se le podrá discutir y discutir desde lo futbolístico, pero no su papel esencial en la convivencia y buen devenir de un equipo que queda para la historia por sus podios y por la saludable diversidad de sus principales protagonistas.
En la retina quedará imborrable aquel abrazo efusivo e interminable entre Casillas y Puyol, símbolos vitalicios en sus clubes, tras la semifinal con Alemania en Sudáfrica.
Donde algunos quieren imponer su intransigencia,
Del Bosque solo ha tirado de sus tolerantes convicciones.
Si deja el cargo será porque se lo llevan las penitencias establecidas en el fútbol, no por ventajismos u ojerizas.
En la victoria y en la derrota, nada mejor que la España Fútbol Club de todos los colores, plural, aperturista y mosquetera.
Un marrón para todos, una cruz para los que jueguen y los que no, los que se retiran y los que se quedan.
Nadie está a salvo de comerse el sapo, ni siquiera aquellos que llevaron a España a un pedestal, quienes tampoco tendrán un adiós en paz. Para su desgracia y la del fútbol español, hasta el legado está en serio riesgo
. Quebrado el idilio con los marcadores, según la territorialidad o camiseta de cada cual, de repente abundan las sospechas.
Como el fútbol es amnésico, los cainitas se arman hasta los dientes sabedores de que el éxito no es eterno y cuando creen que ya pueden cantar victoria basurean y revuelven en el lodo.
Seis años en la cumbre quizá no hayan servido para fumigar las arcaicas telarañas españolas
. Los oportunistas resistían agazapados y como simples espectadores de resultados se arman de razones para abrir viejas heridas, las que durante tanto tiempo impidieron el despegue de la selección, sometida al periscopio de madridistas, azulgrana, rojiblancos y de los que se apropian de las banderas.
Entonces, en las cavernas, la selección era solo eso, una selección de futbolistas que despertaba suspicacias por doquier, no un conjunto de babélica procedencia pero familiarizado por una idea deportiva y un objetivo común, como el que hoy se despedirá en Curitiba.
En un país que siempre fue un monocultivo de los clubes, la Roja se convirtió durante un tiempo en un símbolo vertebrador, en un equipo en sí mismo en el que cabían la Terrassa de Xavi, la Tolosa de Alonso, el Madrid de Casillas y la Asturias de Villa.
La selección se hizo civil y la aupaba un manto social sin caspa ni cutreríos patrios.
Por fin, España se asemejaba a la inmensa mayoría de selecciones, donde no hay ampollas entre el City y el United, o el Inter y el Mila
n. Por una vez, España no estaba sujeta al esgrimista duelo permanente entre el Barça y el Real Madrid, a las miradas torticeras de los militantes de uno y otro sobre tal o cual culpable, tal o cual convocado o el cromosoma nativo de cada uno.
La gente estaba feliz con su selección, brindaba por sus logros y los jugadores, de cualquier rincón o equipo, pusieron todo su empeño a favor de una causa general: el prestigio del fútbol español y el orgullo de todos sus seguidores, sin distinción.
Todos por igual mostraron a la selección la misma fidelidad que a sus clubes.
No puede ser de otra manera cuando ya son muchos los que desde distintos puntos del mapa han llegado a los 100 partidos internacionales.
Ahora, tras el derrape final en Brasil, comienzan a surgir rancios brotes del pasado, los que, por ejemplo, apuntan a la yugular del seleccionador porque no ha sido lo madridista que se le supone, porque ha sido demasiado complaciente con los barcelonistas, porque ha ninguneado a no sé quién o ha sido más bonachón de lo que era conveniente.
Subyace de nuevo lo peor de una España no tan remota, como si Del Bosque hubiera tenido que ser un entrenador sectario con un látigo al vuelo.
Con sus buenos modales, el técnico se limitó a seguir con buen tino la propuesta más convincente que había en el fútbol español, la de un Barça que triunfaba.
Pero solo era un principio futbolero. Ir más allá conduce a la demagogia, de la que nunca han participado ni los internacionales madridistas, cuya gloria en estos tiempos ha sido tan indiscutible como los de sus colegas culés y otros muchos.
Pero no han faltado los que han visto con desafecto que también se ensalzaran los méritos de los que no son de su equipo doméstico.
Como si se vieran traicionados por la piña en torno a la Roja.
A Del Bosque, hombre educado, recto, dialogante y responsable, se debe en gran parte que el grupo haya estado cohesionado y, lejos de sus muchos aciertos y algunos errores, que el comportamiento por lo general haya sido modélico, por mucho que estos días se atice la hoguera por unas palabras de Alonso o un peto de Cesc.
En toda familia hay enredos, más si pintan bastos.
Y no digamos entre las celebridades del fútbol. “Yo pienso en todos los jugadores, ellos solo en sí mismos”, dijo ayer Del Bosque al comentar el incidente con Fàbregas, pulgoso por no haber jugado lo que deseaba y displicente en el entrenamiento del pasado sábado.
Las palabras del míster revelan que fue cocinero antes que fraile y que llegado a un punto si tiene que dar un tirón de orejas a quien fue su ariete falso preferido, se lo da.
Sin paños calientes, sin remilgos.
Al técnico, por supuesto, se le podrá discutir y discutir desde lo futbolístico, pero no su papel esencial en la convivencia y buen devenir de un equipo que queda para la historia por sus podios y por la saludable diversidad de sus principales protagonistas.
En la retina quedará imborrable aquel abrazo efusivo e interminable entre Casillas y Puyol, símbolos vitalicios en sus clubes, tras la semifinal con Alemania en Sudáfrica.
Donde algunos quieren imponer su intransigencia,
Del Bosque solo ha tirado de sus tolerantes convicciones.
Si deja el cargo será porque se lo llevan las penitencias establecidas en el fútbol, no por ventajismos u ojerizas.
En la victoria y en la derrota, nada mejor que la España Fútbol Club de todos los colores, plural, aperturista y mosquetera.
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