Por JOSÉ OVEJERO
En Graceland,
una novela del sudafricano Chris Abani, el joven protagonista mira a su
alrededor y se pregunta “¿Qué tengo yo que ver con todo esto?”.
No hay
pregunta que defina mejor la adolescencia, esa fase de tu vida en la que
te sientes apresado por lo que te rodea pero al mismo tiempo lo que te
rodea te parece pertenecer a un mundo ajeno: tus padres son alienígenas,
tus profesores hablan idiomas que desconoces y habitan en una dimensión
diferente a la tuya; buscas consuelo en gente de tu edad pero eso no te
hace sentir mucho mejor, porque es como estar en una burbuja que puede
estallar en cualquier momento. Suponiendo que de verdad te sientas mejor
con gente de tu edad.
No es el caso de Ruzinava, la protagonista de Adiós, vaquero, de Olja Savicevic Ivancevic.
Ella no encuentra un solo lugar que pueda llamar suyo. En
la aldea croata en la que vive, además, no hay espacio para el que es
diferente
. Las guerras tienen ese efecto: crean bandos irreconciliables y
solidaridades estúpidas. Solo lo homogéneo es aceptado.
Y
Ruzinava asiste con perplejidad a ese intento de clasificación que
expulsa lo que no encaja en los raseros locales: “La vecina con la que
discutíamos en la escalera común en más de una ocasión se cagó en
nuestra puta madre alemana. Y toda nuestra familia se cagaba en su puta
y pérfida madre serbia.
Pero en realidad nunca supimos quién era qué, y
nos cogió por sorpresa que todos supieran lo que éramos mejor que
nosotros.” Como aquellos judíos que solo se enteraron de que lo eran
cuando quemaron sus tiendas o los maltrataban por la calle.
En la Aldea Vieja, donde vive Ruzinava, la gente es rápida en
adjudicarte una categoría y hacerte pagar por pertenecer a ella.
Por
ejemplo, su hermano Danijel era demasiado afeminado para no tener un
futuro preprogramado de víctima
. O la loca Marija, que se empeña en no
separarse de la gente “normal” aunque la insulten y la golpeen.
O el
viejo profesor, al que pegan una paliza por maricón, o porque sí, por el
gusto de señalar a alguien que no pertenece al grupo y descargar sobre
él la rabia acumulada
. Una rabia que sería difícil decir de dónde viene:
en la novela se habla del calor, del polvo, de la pobreza, de la
locura. Y solo de pasada intuimos el trauma de los habitantes de esa
ciudad croata.
Al que se añade el trauma personal de la protagonista.
Años después de haberse marchado a estudiar a Zagreb, Ruzinava
regresa a casa de su madre. A menudo, el regreso es una forma de querer
aplacar a ese animal voraz, la nostalgia, volver allí donde podríamos
haber sido felices para serlo por fin y que el pasado salde la deuda que
tiene con nosotros. Pero la nostalgia está ausente en esta novela de la
croata Olja Savicevic
. En las descripciones que hace de las calles y
los lugares de su infancia no hay un ápice de amor, de simpatía
. Como si
todo, incluso los momentos alegres, que tuvo que haberlos, hubiera
quedado sepultado por el polvo y la miseria moral provocada por una
guerra. Lo dice su hermano Danijel en una carta: “me doy cuenta que
desde que acabo la puta guerra y de eso ya pasó un mazo de tiempo todos
sea donde sea que vayas regurgitan las mismas jodidas historias que no
tienen nada que ver conmigo.” Otro que tiene la impresión de estar
excluido de lo que le rodea; tanto, que tiene que separarse
drásticamente de ello: Danijel se arroja bajo las ruedas del tren.
Y por eso vuelve Ruzinava, para entender por qué se suicidó Danijel, y
porque le resulta inaceptable haber sabido tan poco de su hermano,
cuando precisamente él era su único cómplice en ese mundo en el que
aterrizaron como dos astronautas que llegan a otro planeta.
Y como no
encajaban en la realidad, ambos buscaron otra más comprensible en el
cine, en los western: allí al menos hay personajes a los que uno querría
parecerse, situaciones que se desearía vivir y salir airoso de ellas. Adiós, vaquero, habla de la imposible despedida, de ese deseo de regresar al momento previo al trauma como si así pudieses desactivarlo:
pero es imposible despedirse de un hermano muerto; él se fue sin
hacerlo y Ruzinava busca las razones; o quizá es que, como le dice el
profesor amigo de su hermano, “cuando perdemos seres queridos, seguimos
buscando en nosotros mismos la prueba de haberlos amado lo suficiente”.
Y ella recuerda, busca los momentos estelares de la niñez, bucea en ese
pasado que no deja nunca de ser presente y lo refleja en esquirlas:
escenas sin conclusión, frases poéticas o vulgares dispersas en la
narración precisamente para mostrar lo que no se puede mostrar. Lo
lírico y lo pedestre, la descripción realista y la metáfora, una cierta
coherencia narrativa hilvanada con saltos temporales, espaciales,
cambios de protagonista. La realidad no se puede mostrar, solo puedes
escribirla, es decir, crearla con el lenguaje, como hace Savicevic,
aunque eso no siempre permita comprender.
El lector tampoco entiende del
todo, pero atisba, como Ruzinava, la brutalidad impasible de una
sociedad que ha atravesado el horror, que ha sido a la vez víctima y
cómplice.
Allí no hay salvación posible. Solo puedes abandonar la aldea,
cabalgar hacia el horizonte al final de la película, como hizo Danijel,
sin despedirte.
Para que la nostalgia, o la compasión, no te atrapen en
el último momento.
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