Gabriela Adamo es tan joven, tan suave, parece tan frágil, que los guardias de seguridad que controlan la Feria del Libro de Buenos Aires,
que ella dirige, la detienen a la entrada, le piden que se identifique y
finalmente la dejan pasar como si fuera una turista despistada que
llegara a la ciudad atraída por el Obelisco.
Ella lleva tres años al frente de este certamen veterano (ahora cumple cuarenta años la feria), pero detrás tiene veinte años de lidia con el sector de los libros: fue jefa de prensa y editora en Sudamericana y en Paidós, hasta que en febrero de 2011 le dijeron que se pusiera en este puesto.
Lo hizo con decisión y practicó la ley de la suavidad dentro de la mano firme: este año ha conseguido traer acá a dos grandes de la literatura mundial, J.M. Coetzee y Paul Auster, a dos grandes de las literaturas hispanas, Almudena Grandes y Arturo Pérez-Reverte, y secundó con entusiasmo y pasión (la pasión de una mujer tranquila) la iniciativa del Gobierno de Sao Paulo (invitado especial a la feria) de traer acá a los protagonistas poéticos de los saraos.
Los saraos son otra historia: gente de la periferia paulista, jóvenes y veteranos, que se reúnen para cantar poesía, con alegría y entusiasmo, pero también con protesta y paradoja; nacieron (y así continúan siendo) para expresar, a través de la poesía, la música y la danza, su protesta por la situación en que viven los alrededores pobres de una de las ciudades más importantes de América; con el vigor de Vinicius de Morais y con el arrojo de los que bailan samba gritando, trajeron a Buenos Aires estos saraos (reuniones vespertinas en tabernas o en plazas) desafiando la ley de la gravedad de las ferias.
Mientras presentaban el otro día uno de estos saraos y uno de los poetas-músicos-danzarines expresaba sus versos, entre rap y rapsodia de Pablo Neruda, el jefe de Seguridad de la Feria se acercó a los responsables: “O bajan el volumen o los multo”
. Este cronista lo escuchó.
Antes, Gabriela Adamo nos había conducido, gentil y entusiasta, hasta el ámbito mismo de la música (que el encargado de la seguridad creyó que eran solo decibelios) y nos aconsejó que escucháramos, “ahí está una expresión popular con mucho que decir en Brasil y en cualquier parte”
. Ella ha querido esto de la feria, precisamente: que este lugar que en un tiempo fue sitio para exponer ganado se abra a la conversación permanente a partir de los libros.
Su modelo es una frase que el mexicano Gabriel Zaid expresó en un ensayo: hay que poner el libro en la conversación de la gente. “Los libros”, dice Gabriela Adamo, “tratan de uno y sacan lo mejor de vos…
Y aquí lo que queremos conseguir son miles de conversaciones, no una gran conversación”.
Ella aprende de todo, y de todo quiere tener en esta feria, la más larga del mundo, pues dura veintiún días. “Nos inspiran muchas cosas.
Nos inspira el Hay, nos inspira la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, nos inspiran las librerías festivas…
Hay tantos modelos, nosotros no nos cerramos a ninguno”
. Aunque ella, veterana editora, con lo que sueña siempre es con Francfort, la feria de Francfort, “pero eso es otra cosa, acá no la podemos hacer”.
Esa feria alemana es la reunión de los agentes literarios y de los derechos, ya se sabe, y aunque aquí ha tenido al mítico Andrew Wylie por ese renglón de la vida de los libros todavía no entra la Feria de Buenos Aires.
Prefiere otros ruidos más tranquilos, como los de los poetas de los saraos.
A ella le asiste otra virtud, como directora de una feria: le apasionan los libros, claro.
Y cree, además, que “los libros tal como los conocemos seguirán por mucho tiempo; sí, por supuesto que está muy lejos el tiempo en que pueda vislumbrarse el entierro de los libros de papel. Escucho esa predicción desde que empecé en esto.
Van a convivir los soportes, de eso ya no cabe duda”.
Y la feria, dice ella, tiene tanto porvenir como el libro, “porque se construye entre todos: editores, imprentas, librerías, prensa, autores, público…
Ya ves la calidad de los stands, con que profesionalidad, y con qué alegría están montados, son la expresión de una industria que confía en lo que vende.
Eso se contagia”. Es, por otra parte, la expresión misma de Buenos Aires, “donde todos los días sus hermosas librerías presentan libros y se llenan de lectores”.
A ella la han emocionado estos días las palabras de Quino, el padre de Mafalda, la cría que ahora tiene cuarenta años y que sigue hablando de todos nosotros aunque haya pasado tanto siempre sin que el maestro la dibuje… Quino dijo ahí: “La vejez es una mierda”.
Y la apasionó escuchar a Auster y a Coetzee leyéndose cartas.
De los libros de la feria me aconseja uno, entre otros, Subrayados, de María Moreno, “textos muy breves sobre libros que le gustaron a la autora”.
Es un exponente, dice, de algo que ella misma busca en los libros: “la emoción de encontrar conversación”.
Por cierto, como es tan joven, y parece tan frágil, cuando quiso entrar a ese famoso encuentro entre el expansivo Auster y el restringido Coetzee, el encargado de controlar la puerta tras la que ya había ochocientas personas le preguntó a Gabriela Adamo: “¿Y su entrada?”
Ella lleva tres años al frente de este certamen veterano (ahora cumple cuarenta años la feria), pero detrás tiene veinte años de lidia con el sector de los libros: fue jefa de prensa y editora en Sudamericana y en Paidós, hasta que en febrero de 2011 le dijeron que se pusiera en este puesto.
Lo hizo con decisión y practicó la ley de la suavidad dentro de la mano firme: este año ha conseguido traer acá a dos grandes de la literatura mundial, J.M. Coetzee y Paul Auster, a dos grandes de las literaturas hispanas, Almudena Grandes y Arturo Pérez-Reverte, y secundó con entusiasmo y pasión (la pasión de una mujer tranquila) la iniciativa del Gobierno de Sao Paulo (invitado especial a la feria) de traer acá a los protagonistas poéticos de los saraos.
Los saraos son otra historia: gente de la periferia paulista, jóvenes y veteranos, que se reúnen para cantar poesía, con alegría y entusiasmo, pero también con protesta y paradoja; nacieron (y así continúan siendo) para expresar, a través de la poesía, la música y la danza, su protesta por la situación en que viven los alrededores pobres de una de las ciudades más importantes de América; con el vigor de Vinicius de Morais y con el arrojo de los que bailan samba gritando, trajeron a Buenos Aires estos saraos (reuniones vespertinas en tabernas o en plazas) desafiando la ley de la gravedad de las ferias.
Mientras presentaban el otro día uno de estos saraos y uno de los poetas-músicos-danzarines expresaba sus versos, entre rap y rapsodia de Pablo Neruda, el jefe de Seguridad de la Feria se acercó a los responsables: “O bajan el volumen o los multo”
. Este cronista lo escuchó.
Antes, Gabriela Adamo nos había conducido, gentil y entusiasta, hasta el ámbito mismo de la música (que el encargado de la seguridad creyó que eran solo decibelios) y nos aconsejó que escucháramos, “ahí está una expresión popular con mucho que decir en Brasil y en cualquier parte”
. Ella ha querido esto de la feria, precisamente: que este lugar que en un tiempo fue sitio para exponer ganado se abra a la conversación permanente a partir de los libros.
Su modelo es una frase que el mexicano Gabriel Zaid expresó en un ensayo: hay que poner el libro en la conversación de la gente. “Los libros”, dice Gabriela Adamo, “tratan de uno y sacan lo mejor de vos…
Y aquí lo que queremos conseguir son miles de conversaciones, no una gran conversación”.
Ella aprende de todo, y de todo quiere tener en esta feria, la más larga del mundo, pues dura veintiún días. “Nos inspiran muchas cosas.
Nos inspira el Hay, nos inspira la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, nos inspiran las librerías festivas…
Hay tantos modelos, nosotros no nos cerramos a ninguno”
. Aunque ella, veterana editora, con lo que sueña siempre es con Francfort, la feria de Francfort, “pero eso es otra cosa, acá no la podemos hacer”.
Esa feria alemana es la reunión de los agentes literarios y de los derechos, ya se sabe, y aunque aquí ha tenido al mítico Andrew Wylie por ese renglón de la vida de los libros todavía no entra la Feria de Buenos Aires.
Prefiere otros ruidos más tranquilos, como los de los poetas de los saraos.
A ella le asiste otra virtud, como directora de una feria: le apasionan los libros, claro.
Y cree, además, que “los libros tal como los conocemos seguirán por mucho tiempo; sí, por supuesto que está muy lejos el tiempo en que pueda vislumbrarse el entierro de los libros de papel. Escucho esa predicción desde que empecé en esto.
Van a convivir los soportes, de eso ya no cabe duda”.
Y la feria, dice ella, tiene tanto porvenir como el libro, “porque se construye entre todos: editores, imprentas, librerías, prensa, autores, público…
Ya ves la calidad de los stands, con que profesionalidad, y con qué alegría están montados, son la expresión de una industria que confía en lo que vende.
Eso se contagia”. Es, por otra parte, la expresión misma de Buenos Aires, “donde todos los días sus hermosas librerías presentan libros y se llenan de lectores”.
A ella la han emocionado estos días las palabras de Quino, el padre de Mafalda, la cría que ahora tiene cuarenta años y que sigue hablando de todos nosotros aunque haya pasado tanto siempre sin que el maestro la dibuje… Quino dijo ahí: “La vejez es una mierda”.
Y la apasionó escuchar a Auster y a Coetzee leyéndose cartas.
De los libros de la feria me aconseja uno, entre otros, Subrayados, de María Moreno, “textos muy breves sobre libros que le gustaron a la autora”.
Es un exponente, dice, de algo que ella misma busca en los libros: “la emoción de encontrar conversación”.
Por cierto, como es tan joven, y parece tan frágil, cuando quiso entrar a ese famoso encuentro entre el expansivo Auster y el restringido Coetzee, el encargado de controlar la puerta tras la que ya había ochocientas personas le preguntó a Gabriela Adamo: “¿Y su entrada?”
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