Navegando sin GPS
El otro día, en el mar, se fueron todos los instrumentos al carajo.
Era
de noche, estábamos en viaje de vuelta, en mitad de una niebla espesa, y
yo acababa de fondear el velero en cuatro metros de sonda con treinta y
cinco de cadena. Si la avería, o lo que fuera, llega a ocurrir media
hora antes, las habría pasado mortales: no habría tenido más remedio que
mantenerme al pairo lejos de la costa, esperando que con el día
levantase la niebla, con cuanta luz a bordo pudiera tener encendida,
haciendo sonar la bocina de vez en cuando y rezando, o lo que equivalga a
eso, para que no apareciera de la nada otro barco y me metiera la proa
en el través.
El caso es que, como digo, mientras a la luz de la mesa de cartas
anotaba las incidencias en el cuaderno de bitácora, comprobé que las
pantallas de los instrumentos no marcaban nada, y que el GPS que
proporciona al barco la latitud y la longitud se había vuelto majara;
daba posiciones imposibles, el AIS tenía errores y las cartas
electrónicas me situaban, como a Tintín y al profesor Tornasol en El tesoro de Rackham el Rojo,
a veces en la ciudad del Vaticano, y otras en Australia o en el Caribe.
Resumiendo: no había un maldito aparato de ayuda a la navegación que
funcionara, excepto, comprobé con alivio, la radio y el piloto
automático. Eso era importante, pues antes del amanecer yo debía levar
ancla de nuevo.
Si el piloto funcionaba, no habría problema ninguno, me
dije. Todo era cuestión, si los satélites seguían funcionando con
normalidad en el cielo, de sacar el GPS portátil que llevo en la bolsa
Mayday, con el equipo de supervivencia por si un día vienen mal dadas.
Lo hice. Aparté la baliza, las bengalas, la linterna, el cuchillo, y
encontré el pequeño aparato.
Pero al ir a encenderlo se me heló la
sangre: no funcionaba. Lo abrí, inquieto, y comprobé que se habían
sulfatado las pilas, dejándolo inservible.
Maldiciendo mi torpeza,
intenté limpiarlo y despejar los contactos, sin éxito. Estaba tan muerto
como mi abuela
. Recordé entonces que a bordo llevo un tercer GPS de
modelo muy antiguo, trofeo de un antiguo reportaje para la tele, cuando
perseguía planeadoras con la gente de Vigilancia Aduanera y, tras una
movida algo particular, mi compadre Javier Collado, piloto del
helicóptero Argos, me regaló el aparato con el que se guiaban los malos.
Lo encontré en un cajón de la camareta, le puse pilas, y tampoco.
Demasiado tiempo, quizás. Demasiado viejo, casi treinta años después.
A
mi latitud y longitud -las presentes las conocía, me preocupaban las
futuras- las había mirado un tuerto electrónico
. Así que subí a cubierta
y, rodeado de noche y niebla, oyendo resonar la resaca en las
invisibles y cercanas rocas de la costa, blasfemé alto y claro, en
arameo.
Al día siguiente, desvanecida la niebla, con quince nudos de viento por
la aleta y toda la lona arriba, yo navegaba por estima, a simple ojo
marinero, tras haberme situado varias veces por demoras a tierra
mientras la tuve a la vista: un cabo, un faro, una montaña lejana.
Lo
hacía sobre una infalible carta náutica de papel de toda la vida, con
sus perfiles de costa, veriles de sonda y peligros perfectamente
señalados
. En su caja estaba el sextante que siempre llevo a bordo,
aunque allí no hacía falta: era una singladura conocida, de ciento y
pico millas. A cada hora de reloj bajaba a la camareta para trabajar con
el transportador y las paralelas, lápiz y goma de borrar, marcando con
crucecitas la posición calculada según la hora, la velocidad y el
abatimiento.
Lo hacía con los gestos minuciosos y seguros que hace
muchos años me enseñaron marinos veteranos, hombres formidables, de una
pieza, hechos al mar cuando la navegación aún no era un ejercicio fácil
para bobos que nos limitamos a mirar pantallitas y apretar botones.
Y allí, mientras observaba la posición del sol o me inclinaba sobre la
carta con el compás de puntas, sentí de nuevo el orgullo íntimo,
legítimo, de quien cree hacer las cosas como Dios manda.
De quien,
cuando todo se va al carajo, confirma que es capaz de gobernar un barco,
y las vidas que éste lleva a bordo, de un punto a otro sobre una carta
náutica y el mar que representa, a través del día y de la noche, con la
certeza de que lo hace como debe hacerse. Como siempre se hizo
. Y
entonces me pregunté cuántos de nosotros, en este mundo absurdo de
teclas, pantallas y dispositivos electrónicos que facilitan la vida a
cambio de hacernos vulnerables hasta el suicidio, guardamos todavía,
como nos enseñaron los viejos marinos, una buena carta de papel y un
compás de puntas en la camareta.
11 de mayo de 2014
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