Escribir en el agua o escribir en el alma. Puestos a plantearnos si es conveniente o no escribir, Platón distingue en el final del Fedro que hay dos formas de hacerlo.
Mientras la primera se limita a tratar de dejarlo ya todo dicho, para que se recuerde bien, a fin de repetirlo estricta y exactamente, cuando se escribe en el alma, lo inscrito se comporta como una semilla que, en el corazón de quien escucha, florece como en los jardines de Adonis.
Y entonces ya es cosa de memoria, de reactivación, de reitineración, y no solo de reiteración.
La cuestión no se reduce por tanto a escribir o no, sino a hacerlo o no adecuadamente.
En última instancia, lo escrito en el agua del recuerdo se borra y se diluye, pues supone ofrecer un texto ya clausurado, que propiamente solo cabe aceptarse en su sentido definido y, al darlo por dicho, es cuestión de rendirse ante lo que es así, sin más, sin distinta posibilidad
. Sin embargo, escribir en el alma implica una manera diferente, puesto que no propone algo ya zanjado, sino que abre nuevas posibilidades.
Reactiva el decir. En definitiva, exige la acción de leer.
La lectura viene a ser así reescritura, que no es un mero redundar, sino un propiciar que algo diga otra vez, sin que necesariamente sea algo igual.
Malentenderíamos, sin embargo, el texto de Platón si dedujéramos precipitadamente que velar por la memoria es desatender el recuerdo, o que el agua no alcanza al alma.
Ello conduciría a ignorar esa escritura que, incidental o efímera, tanto nos dice, pues incluso en su limitación no deja de ser una convocatoria. No hay memoria sin recuerdo, ni sólo con él.
Se precisa el juego con alguna suerte de olvido. Asimismo, la escritura en el agua no pocas veces se diluye precisamente en lo que llamamos alma.
Ello se hace patente de múltiples formas, y muy singularmente en la relación entre texto y tejido. Enlazar y entrelazar, coser y descoser, hilar y trenzar, mallar y frisar, definen toda una acción que compone, apresta y adereza para tramar y componer como escritura cuanto queda inserto en diferentes soportes.
“Todo lo arreglaremos/ poco a poco:/ te obligaremos, mar,/ te obligaremos, tierra,/ a hacer milagros/ porque en nosotros mismos,/ en la lucha,/ está el pez, está el pan/ está el milagro./”
La Oda al mar de Pablo Neruda subraya significativamente el necesario desplazamiento, el que apunta a nuestra intervención, a nuestra participación y así mismo a nuestra necesidad
. Es él y nosotros, ella y nosotros: el mar y la escritura.
Pero no parece adecuado reducir la escucha a mera voluntad.
La imposible apropiación, la materialidad de la inviable absoluta dominación hace de ellos, mar y escritura, Aún, tarea permanente: “Dejando esta cortante cicatriz/ el mar abajo muere y agoniza/ y nace y muere y muere/ y nace y muere y nace.”
Precisamente así, el enlace del amor y la escritura, que comparten las mismas vicisitudes, son bien reconocidas por lo que el mar es y significa
. Su superficie es ya epidermis que ha de ser surcada, atravesada, literalmente escrita, tejida por los hilos de un ir y venir incesante, mientras, tan atractivo como enigmático, no es simple soporte, sino contenido efectivo de las propias aventuras que propicia.
El libro-mar es entonces navegación.
Leemos como nadamos, como embarcamos, como atisbamos horizontes y archipiélagos, como necesitamos desafíos, y costas, y puertos.
Y travesías, incesantes, tantas veces descorazonadoras, pero plenas de vida. Al abrir un libro corremos suertes inauditas y asimismo encontramos algunos reposos inesperados.
Leer es también tejer y tramar.
El libro da respuesta a la entraña de papel que en muchas ocasiones le constituye. Ya no es simplemente un formato, ni es suficiente con reconocer que se trata de una de sus posibilidades, es manera de ser que constituye contenido de la forma.
Las fibras que componen el papel se aglutinan mediante enlaces por puente de hidrógeno.
No basta la pulpa de celulosa, se necesitan las fibras vegetales molidas, precisamente suspendidas en agua
. El papel no es un simple receptáculo de la escritura, es también palabra suya. Silencioso, asimismo la dice, la que solo se oye en ciertas orillas.
La escritura no se agota en la voz de las palabras.
Su decir desborda rebosante cuanto queda inserto y nos alcanza. Es a su vez aire y brisa, viento y tempestad, no solo agua tinta. Y es a la par aquello que ha de leerse, el espíritu de la letra, su ritmo, su respiración y cuanto con eso asimismo se proclama.
Leer no se reduce a deletrear.
Nadie lee por nosotros, ni siquiera quien lo hace para nosotros.
Ello no elude nuestra necesaria intervención. La atenta escucha reescribe lo oído con la imprescindible hospitalidad, la que no es resignada rendición ante lo que nos adviene.
Por eso es tan importante no dejar de aprender a leer, que es una forma de reescribir y de reescribirse, de no claudicar ante el estado de cosas, de iniciar una y otra vez una travesía, un desplazamiento, el de la transformación de lo que ya resulta inexorablemente propuesto como dado.
La escritura en el alma teje la escritura en el agua, hace texto donde unos rasgos dispersos arañan y peinan, inscriben.
Y así nos enseña a no dilapidar posibilidades, sino a hacerlas florecer y crecer desde la capacidad de fructificar la memoria.
Antes de predisponerse a presuponer que es tiempo de proclamar los albores de un decir impoluto, conviene comenzar por considerar que lo ajustado pasa por una reescritura en medio de olas.
Y ello no excluye, antes bien exige, la lectura límpida y refrescante, la que, para serlo, nos compete y nos exige
. La semilla nos requiere, a decir del Fedro, para que pueda resultar conveniente escribir
. Nos requiere y se requiere.
(Imágenes: Esculturas de Shona Young, Book nichtting. Cotton yard and poetry books; Shell. Paper mache on wire attached to board; Emergence. Clay sculptures and feater boa; Travelling light. Paper mache. Life size)
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