No peno al escritor, peno a la sonrisa que abría el mundo a su paso, a la voz llena de genio con que nombraba la vida.
No sé por dónde empezar a decir qué. Yo ahora mismo no peno al
escritor, peno a la sonrisa que abría el mundo a su paso, a la voz llena
de genio con que nombraba la vida, convocándola.
Todo lo que pasara a su lado era una fiesta. El arroz blanco, el mar, los hielos de su whisky. Un overol de mezclilla recién estrenado.
Lo que fuera y hubiera para gozarlo y contagiar su regocijo por el mundo todo, incluso las minucias.
Evoco en desorden. Lo recuerdo muchas veces acercándose a la mesa.
Un día puse unas servilletas azules, dobladas no sé cómo sobre el plato. Tenían un bies amarillo. “Estas servilletas parecen la envoltura de un regalo”, dijo y se puso a agitar la suya.
Decía cosas así, que ahora no recuerdo sino como un consuelo.
Siempre tenía algo bueno que decir. Habían venido a comer los Sabina. “¿Cómo estás?, Gabo”, le preguntó Joaquín. “No sé, respondió él, “hace tiempo que no me hago caso”.
Recuerdo ahora en destellos. Los ojos de niño insaciable, las manos blancas y los dedos muy largos. La voz armoniosa con que decía un soneto de Lope.
El modo en que abrazaba. La serenidad con que oía.
La pertinencia con que supo reírse y jugar.
Se acercaban los jóvenes y lo besaban con naturalidad. Como si desde siempre.
A mi hija le firmó una vez una galleta redonda que ahí tiene guardada, desde hace como 15 años. Y a mi hijo el único libro que le ha interesado tener con dedicatoria.
Esto escribí una vez:
“¿Quién sabe qué mal quiso compensar la fortuna cuando puso, en el siglo nuestro, la vida y los milagros del Gabo García Márquez? ¿Quién sabe de dónde sale el genio? ¿Quién la razón por la cual el destino nos lo acerca? Que las estrellas lo adivinen, a nosotros nos tocó atestiguarlo.
Ver a García Márquez andar el mundo con sus ojos en vilo y sus palabras en el aire, ha sido uno de los grandes prodigios que nos ha dado la vida.
No se juega con el amor, ni con la historia, ni con los cuentos de la tierra y el río. O se juega para ganarles, como ha hecho el Gabo.
De semejante triunfo hemos sido testigos sus lectores, que siempre somos sus amigos.
No solía hacerlo, creo que estaba acostumbrado a los elogios, pero ese día Mónica me llamó para pasarme a Don Gabriel.
“Estoy que patino, con eso que dijiste”.
Contaba yo, en ese texto, una rara noche en Cartagena, cuando ya estábamos todos exhaustos, pero más él que había tenido feria, en su nombre, durante seis días.
Mientras cenábamos corrió por la ciudad el chisme de que Don Premio andaba en la calle, y durante la cena una señora pidió entrar con su niño a tomarse una foto
. Al rato había una peregrinación esperando con sus libros y sus hijos. Cuando terminaron la cena y las firmas, salimos a la calle de piedra. Ahí esperaba un grupo de músicos cantando La gota fría
. Al ver a esos hombres tocando sus célebres instrumentos el Gabo dejó de caminar con los pies pegados al piso, como le había dicho el médico y él nos recomendaba, y se puso a bailar a media calle.
Sergio Ramírez debe tener las fotos que Tulita su mujer nos tomó entonces. Creo que ahí anduvo la esencia de la felicidad. Había estrellas.
Hubo muchas tardes. Una de ellas nos hizo reír con los líos en que lo había metido un señor al que tuvo a bien inventar usando un sombrero que debe quitarse, ponerse, acomodar y recoger todo el tiempo.
No sólo tenía que hacerse cargo del hombre sino de su sombrero. También lo había puesto en líos un gato.
Se le ocurrió inventar un gato, pero dado su escaso tratar con los gatos no sabía cómo lidiar con él, así que decidió ponerlo a hacer lo que fuera y después preguntarles a expertos en gatos si lo que el suyo hacía era posible.
Helado de vainilla. Podía haber cualquier postre, si al final le servíamos helado de vainilla. Y cantábamos.
Creo que una de las últimas versiones ilustres que hicimos juntos, por hacer quiero decir cantar en desorden, fue la de Nube Viajera.
Una canción que cuyo estribillo dice: “Ay dónde estás, por qué no vuelves a iluminarme, nube viajera, por una sola de tus caricias, todo lo diera, aunque volvieras de nuevo a irte lejos de mí”.
Otro día les cuento más.
Y espero que mejor contado. Ahora sólo he querido estar en estas páginas dedicadas al genio nuestro, al hombre bueno y excepcional que tanto añoramos ya, para desde aquí volver a darle un abrazo a Mercedes
. Me estoy haciendo al ánimo de salir rumbo al velatorio. Al mismo en el que estuvimos con Álvaro Mutis, porque así son estos mexicanos que vinieron de Colombia, estos colombianos de pura sangre que con tanto cariño han vivido en México.
Sencillos. Quieren estar cerca y que todos estemos. Dice Mercedes que le ha dicho a Carmen. “Ya estarán ahora tomando algo y contando cosas”. “¿De qué hablan ustedes?” les preguntaron un día. “De las mismas vaínas”, contestaron.
Todo lo que pasara a su lado era una fiesta. El arroz blanco, el mar, los hielos de su whisky. Un overol de mezclilla recién estrenado.
Lo que fuera y hubiera para gozarlo y contagiar su regocijo por el mundo todo, incluso las minucias.
Evoco en desorden. Lo recuerdo muchas veces acercándose a la mesa.
Un día puse unas servilletas azules, dobladas no sé cómo sobre el plato. Tenían un bies amarillo. “Estas servilletas parecen la envoltura de un regalo”, dijo y se puso a agitar la suya.
Decía cosas así, que ahora no recuerdo sino como un consuelo.
Siempre tenía algo bueno que decir. Habían venido a comer los Sabina. “¿Cómo estás?, Gabo”, le preguntó Joaquín. “No sé, respondió él, “hace tiempo que no me hago caso”.
Recuerdo ahora en destellos. Los ojos de niño insaciable, las manos blancas y los dedos muy largos. La voz armoniosa con que decía un soneto de Lope.
El modo en que abrazaba. La serenidad con que oía.
La pertinencia con que supo reírse y jugar.
Se acercaban los jóvenes y lo besaban con naturalidad. Como si desde siempre.
A mi hija le firmó una vez una galleta redonda que ahí tiene guardada, desde hace como 15 años. Y a mi hijo el único libro que le ha interesado tener con dedicatoria.
Esto escribí una vez:
“¿Quién sabe qué mal quiso compensar la fortuna cuando puso, en el siglo nuestro, la vida y los milagros del Gabo García Márquez? ¿Quién sabe de dónde sale el genio? ¿Quién la razón por la cual el destino nos lo acerca? Que las estrellas lo adivinen, a nosotros nos tocó atestiguarlo.
Ver a García Márquez andar el mundo con sus ojos en vilo y sus palabras en el aire, ha sido uno de los grandes prodigios que nos ha dado la vida.
No se juega con el amor, ni con la historia, ni con los cuentos de la tierra y el río. O se juega para ganarles, como ha hecho el Gabo.
De semejante triunfo hemos sido testigos sus lectores, que siempre somos sus amigos.
No solía hacerlo, creo que estaba acostumbrado a los elogios, pero ese día Mónica me llamó para pasarme a Don Gabriel.
“Estoy que patino, con eso que dijiste”.
Contaba yo, en ese texto, una rara noche en Cartagena, cuando ya estábamos todos exhaustos, pero más él que había tenido feria, en su nombre, durante seis días.
Mientras cenábamos corrió por la ciudad el chisme de que Don Premio andaba en la calle, y durante la cena una señora pidió entrar con su niño a tomarse una foto
. Al rato había una peregrinación esperando con sus libros y sus hijos. Cuando terminaron la cena y las firmas, salimos a la calle de piedra. Ahí esperaba un grupo de músicos cantando La gota fría
. Al ver a esos hombres tocando sus célebres instrumentos el Gabo dejó de caminar con los pies pegados al piso, como le había dicho el médico y él nos recomendaba, y se puso a bailar a media calle.
Sergio Ramírez debe tener las fotos que Tulita su mujer nos tomó entonces. Creo que ahí anduvo la esencia de la felicidad. Había estrellas.
Hubo muchas tardes. Una de ellas nos hizo reír con los líos en que lo había metido un señor al que tuvo a bien inventar usando un sombrero que debe quitarse, ponerse, acomodar y recoger todo el tiempo.
No sólo tenía que hacerse cargo del hombre sino de su sombrero. También lo había puesto en líos un gato.
Se le ocurrió inventar un gato, pero dado su escaso tratar con los gatos no sabía cómo lidiar con él, así que decidió ponerlo a hacer lo que fuera y después preguntarles a expertos en gatos si lo que el suyo hacía era posible.
Helado de vainilla. Podía haber cualquier postre, si al final le servíamos helado de vainilla. Y cantábamos.
Creo que una de las últimas versiones ilustres que hicimos juntos, por hacer quiero decir cantar en desorden, fue la de Nube Viajera.
Una canción que cuyo estribillo dice: “Ay dónde estás, por qué no vuelves a iluminarme, nube viajera, por una sola de tus caricias, todo lo diera, aunque volvieras de nuevo a irte lejos de mí”.
Otro día les cuento más.
Y espero que mejor contado. Ahora sólo he querido estar en estas páginas dedicadas al genio nuestro, al hombre bueno y excepcional que tanto añoramos ya, para desde aquí volver a darle un abrazo a Mercedes
. Me estoy haciendo al ánimo de salir rumbo al velatorio. Al mismo en el que estuvimos con Álvaro Mutis, porque así son estos mexicanos que vinieron de Colombia, estos colombianos de pura sangre que con tanto cariño han vivido en México.
Sencillos. Quieren estar cerca y que todos estemos. Dice Mercedes que le ha dicho a Carmen. “Ya estarán ahora tomando algo y contando cosas”. “¿De qué hablan ustedes?” les preguntaron un día. “De las mismas vaínas”, contestaron.
Ángeles Mastretta es escritora mexicana.
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