A estas alturas del año Greco, de cuya muerte se cumplen 400 años el lunes,
ya se ha convertido en un tópico decir que el pintor saldrá de las
conmemoraciones libre de los tópicos interesados que dibujaron su
leyenda, tras su redescubrimiento a finales del siglo XIX, como la de un
católico cegado de espiritualidad, zarandeado por las visiones y
profundamente español
. Pero es que la exposición La biblioteca del Greco, pequeña pero intensa, se dedica a fondo hasta el 29 de junio en el Museo del Prado a desmontar estos y otros clichés a partir de los libros que el cretense dejó a su muerte, según constaron en dos inventarios efectuados por su hijo: su colección ascendió a 130 ejemplares; menos que Rubens (unos 500), pero más que el pintor español medio de la época.
En todo caso, una cantidad nada desdeñable que coloca a su propietario como a un pintor filósofo, cosmopolita y, pese al lugar común, menos neoplatónico que aristotélico, como demuestra el hecho de que tres volúmenes del segundo figuraran entre sus libros.
Del primero no tuvo (o no se conservó) ninguno, de modo que difícilmente pudo dejarse influir por las ideas del autor de El Banquete.
Porque esta es, antes que nada, una muestra sobre ideas.
O, como quiso expresarlo el director de la pinacoteca Miguel Zugaza en una de sus eficaces metáforas: “En Toledo están las manos de El Greco y aquí tenemos el cerebro”.
Se refería, claro, a la “apabullante” exposición dedicada en el museo Santa Cruz de la ciudad castellana al genio que en ella pasó media vida y organizada por El Greco 2014. La fundación presidida por Gregorio Marañón y Bertrán de Lis colabora en la cita del Prado junto a la Biblioteca Nacional.
A esta última institución pertenece El tratado de arquitectura de Vitruvio, una de las dos joyas sobre las que gravita la muestra comisariada por Javier Docampo, responsable de la biblioteca del museo, y el profesor de la Autónoma José Riello
. La otra es una edición las famosas Vidas de Vasari, propiedad de los herederos de Xavier de Salas, exdirector del Prado.
Los dos volúmenes, profusamente anotados por su propietario, se han colocado abiertos por una página llena de la armónica caligrafía, en una vitrina en el centro de la sala, al lado de los dos inventarios de Jorge Manuel Theotocópuli: el hecho pocos días después de la muerte de su padre y el preparado con más detalle con motivo de su matrimonio.
Alrededor de estos tesoros bibliográficos se despliegan las secciones en las que se ha querido dividir el recorrido: los libros que demuestran el (lógico) ascendente que la cultura griega tuvo sobre nuestro hombre, su gusto por las lecturas italianas contemporáneas, la (no tan extensa después de todo) sección de libros religiosos (11, aunque sin anotar), su inclinación a considerar de la pintura como ciencia especulativa y la fijación por los estudios de arquitectura, parte en la que otro tópico sobre El Greco acaba por los suelos.
“Por un tratado de pintura”, ha recordado Docampo en la presentación, “tenía cuatro de perspectiva, así que no es cierto que al llegar a España la olvidase en su obra”.
La oferta la completan una serie de pinturas que guardan relación con los libros y sus anotaciones (como el retrato de, acaso, Rodrigo de la Fuente, que además de amigo le regaló el virtuvio) y algunas de las estampas de su colección.
Y al final, el inevitable guiño táctil. Si el visitante es de los que ante un libro usado y anotado no puede por menos que abalanzarse sobre él en busca de revelaciones acerca de su dueño, le queda al menos el consuelo de un ingenio en el que se puede consultar, deslizando el dedo por una pantalla, el vitruvio digitalizado, que incorpora una colección de sus adendas.
Ente ellas, esta, toda una declaración de intenciones incluida también en el primoroso catálogo en papel: “La pintura […] es moderadora de todo lo que se ve, y si yo pudiera expresar con palabras lo que es el ver del pintor, la vista parecería como una cosa extraña por lo mucho que concierne a muchas facultades.
Pero la pintura, por ser tan universal, se hace especulativa”.
. Pero es que la exposición La biblioteca del Greco, pequeña pero intensa, se dedica a fondo hasta el 29 de junio en el Museo del Prado a desmontar estos y otros clichés a partir de los libros que el cretense dejó a su muerte, según constaron en dos inventarios efectuados por su hijo: su colección ascendió a 130 ejemplares; menos que Rubens (unos 500), pero más que el pintor español medio de la época.
En todo caso, una cantidad nada desdeñable que coloca a su propietario como a un pintor filósofo, cosmopolita y, pese al lugar común, menos neoplatónico que aristotélico, como demuestra el hecho de que tres volúmenes del segundo figuraran entre sus libros.
Del primero no tuvo (o no se conservó) ninguno, de modo que difícilmente pudo dejarse influir por las ideas del autor de El Banquete.
Porque esta es, antes que nada, una muestra sobre ideas.
O, como quiso expresarlo el director de la pinacoteca Miguel Zugaza en una de sus eficaces metáforas: “En Toledo están las manos de El Greco y aquí tenemos el cerebro”.
Se refería, claro, a la “apabullante” exposición dedicada en el museo Santa Cruz de la ciudad castellana al genio que en ella pasó media vida y organizada por El Greco 2014. La fundación presidida por Gregorio Marañón y Bertrán de Lis colabora en la cita del Prado junto a la Biblioteca Nacional.
A esta última institución pertenece El tratado de arquitectura de Vitruvio, una de las dos joyas sobre las que gravita la muestra comisariada por Javier Docampo, responsable de la biblioteca del museo, y el profesor de la Autónoma José Riello
. La otra es una edición las famosas Vidas de Vasari, propiedad de los herederos de Xavier de Salas, exdirector del Prado.
Los dos volúmenes, profusamente anotados por su propietario, se han colocado abiertos por una página llena de la armónica caligrafía, en una vitrina en el centro de la sala, al lado de los dos inventarios de Jorge Manuel Theotocópuli: el hecho pocos días después de la muerte de su padre y el preparado con más detalle con motivo de su matrimonio.
Alrededor de estos tesoros bibliográficos se despliegan las secciones en las que se ha querido dividir el recorrido: los libros que demuestran el (lógico) ascendente que la cultura griega tuvo sobre nuestro hombre, su gusto por las lecturas italianas contemporáneas, la (no tan extensa después de todo) sección de libros religiosos (11, aunque sin anotar), su inclinación a considerar de la pintura como ciencia especulativa y la fijación por los estudios de arquitectura, parte en la que otro tópico sobre El Greco acaba por los suelos.
“Por un tratado de pintura”, ha recordado Docampo en la presentación, “tenía cuatro de perspectiva, así que no es cierto que al llegar a España la olvidase en su obra”.
La oferta la completan una serie de pinturas que guardan relación con los libros y sus anotaciones (como el retrato de, acaso, Rodrigo de la Fuente, que además de amigo le regaló el virtuvio) y algunas de las estampas de su colección.
Y al final, el inevitable guiño táctil. Si el visitante es de los que ante un libro usado y anotado no puede por menos que abalanzarse sobre él en busca de revelaciones acerca de su dueño, le queda al menos el consuelo de un ingenio en el que se puede consultar, deslizando el dedo por una pantalla, el vitruvio digitalizado, que incorpora una colección de sus adendas.
Ente ellas, esta, toda una declaración de intenciones incluida también en el primoroso catálogo en papel: “La pintura […] es moderadora de todo lo que se ve, y si yo pudiera expresar con palabras lo que es el ver del pintor, la vista parecería como una cosa extraña por lo mucho que concierne a muchas facultades.
Pero la pintura, por ser tan universal, se hace especulativa”.
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