Con un arranque enérgico puntuado por réplicas tan eficaces como feroces, la película va viniéndose abajo por diversos motivos.
Al Sacha Baron Cohen que, en Borat (2006), demostró que el
prejuicio cultural marca, de manera grotesca, la relación con el Otro en
la aldea global, le pondría los dientes muy largos un país como el
nuestro, donde entre una comunidad autónoma y otra (y entre un barrio y
otro) parecen alzarse muros infranqueables
. Uno de los recursos del humor políticamente incorrecto consiste en amplificar prejuicios y lenguajes de la ofensa para cuestionarlos.
En Ocho apellidos vascos, los guionistas Borja Cobeaga y Diego San José plantean un mecanismo prometedor, que Emilio Martínez-Lázaro no ha recibido con la misma complicidad que, en su día, le generaron las propuestas de David Trueba y Martín Casariego en Amo tu cama rica (1992): una vasca —una imagen de la otredad para el español medio— y un andaluz —metonimia útil para una consensuada, pintoresca y amable idea de España— como polos de una improbable comedia romántica.
Con un arranque enérgico puntuado por réplicas tan eficaces como
feroces, la película va viniéndose abajo por diversos motivos.
De entrada, una errática dirección de actores que afecta en especial a la verosimilitud de la protagonista: Clara Lago parece estar recibiendo indicaciones contradictorias todo el rato, en aras de dotar de contornos amables a un personaje que hubiese funcionado mejor cuanto más problemático e inasumible como ideal romántico fuera.
Se suman a ello progresivas inconsistencias de guion —esa boda convocada en dos días— y el escaso afecto entre el cineasta y su material, aspectos ambos que el estado de gracia de Dani Rovira, Karra Elejalde y Carmen Machi logran atenuar hasta que la catástrofe se impone en el tramo final. Ocho apellidos vascos, una excelente ocasión malograda, desemboca en una secuencia que tal cual está —sin subtextos, distancia, ni contrapuntos— podría haber aplaudido el Vizcaíno Casas de Las autonosuyas.
. Uno de los recursos del humor políticamente incorrecto consiste en amplificar prejuicios y lenguajes de la ofensa para cuestionarlos.
En Ocho apellidos vascos, los guionistas Borja Cobeaga y Diego San José plantean un mecanismo prometedor, que Emilio Martínez-Lázaro no ha recibido con la misma complicidad que, en su día, le generaron las propuestas de David Trueba y Martín Casariego en Amo tu cama rica (1992): una vasca —una imagen de la otredad para el español medio— y un andaluz —metonimia útil para una consensuada, pintoresca y amable idea de España— como polos de una improbable comedia romántica.
OCHO APELLIDOS VASCOS
Dirección: Emilio Martínez-Lázaro.
Intérpretes: Clara Lago, Dani Rovira, Carmen Machi, Karra Elejalde, Alfonso Sánchez, Alberto López.
Género: comedia. España, 2014.
Duración: 90 minutos.
Dirección: Emilio Martínez-Lázaro.
Intérpretes: Clara Lago, Dani Rovira, Carmen Machi, Karra Elejalde, Alfonso Sánchez, Alberto López.
Género: comedia. España, 2014.
Duración: 90 minutos.
De entrada, una errática dirección de actores que afecta en especial a la verosimilitud de la protagonista: Clara Lago parece estar recibiendo indicaciones contradictorias todo el rato, en aras de dotar de contornos amables a un personaje que hubiese funcionado mejor cuanto más problemático e inasumible como ideal romántico fuera.
Se suman a ello progresivas inconsistencias de guion —esa boda convocada en dos días— y el escaso afecto entre el cineasta y su material, aspectos ambos que el estado de gracia de Dani Rovira, Karra Elejalde y Carmen Machi logran atenuar hasta que la catástrofe se impone en el tramo final. Ocho apellidos vascos, una excelente ocasión malograda, desemboca en una secuencia que tal cual está —sin subtextos, distancia, ni contrapuntos— podría haber aplaudido el Vizcaíno Casas de Las autonosuyas.
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