El economista y ex director de ‘El País’ analiza por qué la desigualdad, ya desaparecida de los análisis de los científicos sociales, ha vuelto por la puerta grande
La desigualdad salió por la ventana de los análisis de los
científicos sociales y ha vuelto por la puerta grande. Si se repasan
bastantes de los manuales de Economía de las últimas tres décadas, en
ellos las cuestiones relacionadas con la extrema riqueza y la extrema
pobreza o no están, o figuran tan sólo en las páginas colaterales,
aquellas que se saltan los estudiantes cuando han de examinarse porque
saben que no se las van a preguntar.
Esto ha cambiado
. Según Oxfam, la mayoría de las poblaciones creen que las leyes y las normativas están concebidas para beneficiar a otros (a los ricos) y, por lo tanto, generan desigualdad.
Una encuesta realizada en seis países (entre ellos, el nuestro) pone de manifiesto que la mayor parte de la gente considera que las leyes y las instituciones están diseñadas para favorecer a los ricos
. Mal augurio para la democracia.
En España, ocho de cada 10 personas están de acuerdo con esta afirmación.
La desigualdad importa cada vez más a los ciudadanos, en contra de lo que hace unos años declaraba la subdirectora gerente del Fondo Monetario Internacional, Anne Kruger:
“Las personas pobres están desesperadas por mejorar sus condiciones materiales en términos absolutos, en lugar de avanzar en el ámbito de la distribución de los ingresos.
Por lo tanto, parece mucho mejor centrarse en el empobrecimiento, que en la desigualdad”.
Durante las cuatro últimas décadas, las de hegemonía intelectual de la revolución conservadora, se han incrementado exponencialmente las desigualdades en el seno de los países.
Hasta tal punto ha sido así que ha cambiado el concepto de invisibilidad social. Antes, los invisibles eran los extremadamente pobres, y los ricos hacían alegre ostentación de sus posesiones y su estatus; ahora aquellos se tienen que tragar su dignidad y aparecen en la oscuridad atracando los cubos de basura, mientras que los poderosos se ocultan para no ser el objeto de la indignación general.
Y sin embargo, el debate macroeconómico ha estado dominado por otras cuestiones instrumentales tales como la inflación, la primera de riesgo, el déficit o la deuda pública.
Por lo tanto, primera propuesta, complementaria de las de Oxfam a las élites que se reúnen en el Foro de Davos: que el índice de Gini o cualquier otro instrumento que mida la desigualdad en los países se eleve al cuadro macroeconómico de los Gobiernos, junto a las demás macromagnitudes, de modo que se pueda hacer un seguimiento continuo de lo que las políticas económicas obtienen, o deterioran, en las relaciones entre ciudadanos.
En el análisis contemporáneo sobre la desigualdad económica ha habido tres etapas.
En la primera se la vinculaba con la ética y lo social (una sociedad no puede ser justa y cohesionada con tales grados de desigualdad).
En la segunda, con la economía (una política económica no puede ser eficaz con una alta desigualdad; mucha desigualdad desestimula el crecimiento).
Y ahora se la relaciona con la política: el que la riqueza mundial se divida en dos porciones, la mitad de ella en manos del 1% más rico de la población y la otra mitad, entre el 99% restante, conlleva democracias de muy baja calidad, tal vez no sostenibles, y a que los ciudadanos dispongan de cada vez menos poder sobre sus vidas y no puedan ejercer sus derechos.
Por lo tanto, una alta desigualdad como la existente conduce a ciudadanos y sociedades vulnerables.
El informe de Oxfam reproduce dos opiniones norteamericanas muy oportunas; la primera, de quien fue juez del Tribunal Supremo de EEUU, Louis Brandeis, que dice que “podemos tener democracia o podemos tener la riqueza concentrada en pocas manos, pero no podemos tener ambas cosas”.
La otra, del presidente Franklin Delano Roosevelt, cuyas políticas condujeron a la etapa de la creación de las clases medias en Norteamérica y domeñaron la extrema desigualdad de los “felices veinte”:
“El Gobierno más libre del mundo, si existiese, dejaría de ser aceptable si sus leyes tendiesen a generar una rápida acumulación de la propiedad en pocas manos, haciendo que la inmensa mayoría de la población fuese dependiente y sin recursos”.
La segunda proposición, tras la de elevar el índice de Gini al cuadro macroeconómico, consiste en no volver a denominar “neoliberalismo” a lo que ahora está ocurriendo.
Un sistema que dedica, como lo está haciendo desde 2008, una buena parte de sus recursos públicos, al salvamento de sus bancos no es un sistema neoliberal sino que se ha pasado a otra etapa de excepcionalidad caracterizada por el capitalismo de Estado.
Lo demuestra el informe en cuestión: las denominadas “élites extractivas” (aquellas que han dejado de luchar por el interés general y sólo trabajan por el propio) utilizan las normas, las leyes, el arbitrismo, para su beneficio, haciendo aun más lacerantes los extremos de la escala social.
Cooptan la política.
La desigualdad y la cooptación política son interdependientes.
La influencia de esas élites da lugar a desequilibrios en los derechos y en la representación política y, como resultado, esos grupos poderosos cooptan la toma de decisiones de las funciones legislativa, ejecutiva y regulatoria.
Se manipula la política a favor de los intereses de las élites, que han coincidido con la explosión de la riqueza en manos del 1% más rico de la población.
Así, por ejemplo, logran mantener a la baja la presión sobre las plusvalías y los tipos impositivos que gravan las rentas altas subiendo los impuestos de la mayoría, pues con tantas cosas que hay que financiar si a unos se les bajan los impuestos hay que incrementárselos a los otros; crean lagunas fiscales a favor de las grandes empresas fomentando la elusión y el concepto de “termita fiscal” (personas físicas o jurídicas que aprovechan los intersticios del sistema fiscal para no pagar impuestos o pagar menos de lo que deberían); desploman el poder de negociación de los sindicatos a través de reformas laborales, y con ello el valor real del salario mínimo, de las rentas disponibles y de otras medidas de protección; o tergiversan la agenda pública para favorecer unas medidas y dejar otras para un más adelante que nunca llega.
Debemos volver a aquellas hipótesis de trabajo desarrolladas por Foucoult y Deleuze, que exponían los motivos que proporcionaban al capitalismo “apariencia e ilusión de liberalismo” (1: se gobierna demasiado; 2: lo irracional caracteriza el exceso de gobierno; 3: se debe gobernar, por tanto, lo menos posible), cuando el capitalismo de hoy es capitalismo de Estado, con una alianza entre el Estado y las “élites extractivas” para obtener una redistribución de la renta y las riqueza cada vez para regresivas.
Esta interpretación es decisiva para entender la crisis actual en la que se han multiplicado las tendencias desigualitarias de los últimos 40 años.
La pregunta es cómo los neoliberales han pasado de gobernar lo menos posible a querer gobernarlo todo. La extrema desigualdad es una gran amenaza para los sistemas político y económico inclusivos.
El poder económico y el poder político, en comandita, separan cada vez más a los ciudadanos en lugar de que avancen juntos, de modo que es inevitable que se intensifiquen las tensiones sociales y aumente el riesgo de ruptura social. En su último estudio sobre la desigualdad, el Nobel de Economía Joseph Stiglitz comprime lo que acontece en tres puntos: primero, se multiplican los fallos del mercado, de los cuales el más significativo es el del mercado de trabajo, con incrementos exponenciales de desempleo en algunos países; segundo, el sistema político, que logra su legitimidad en la corrección de esos fallos del mercado, no lo hace; y tercero, como consecuencia de ello aumenta la desafección ciudadana sobre el sistema económico (la economía de mercado) y sobre el sistema político (la democracia).
Esto es lo que manifiestan todos los sondeos.
Esto ha cambiado
. Según Oxfam, la mayoría de las poblaciones creen que las leyes y las normativas están concebidas para beneficiar a otros (a los ricos) y, por lo tanto, generan desigualdad.
Una encuesta realizada en seis países (entre ellos, el nuestro) pone de manifiesto que la mayor parte de la gente considera que las leyes y las instituciones están diseñadas para favorecer a los ricos
. Mal augurio para la democracia.
En España, ocho de cada 10 personas están de acuerdo con esta afirmación.
La desigualdad importa cada vez más a los ciudadanos, en contra de lo que hace unos años declaraba la subdirectora gerente del Fondo Monetario Internacional, Anne Kruger:
“Las personas pobres están desesperadas por mejorar sus condiciones materiales en términos absolutos, en lugar de avanzar en el ámbito de la distribución de los ingresos.
Por lo tanto, parece mucho mejor centrarse en el empobrecimiento, que en la desigualdad”.
Durante las cuatro últimas décadas, las de hegemonía intelectual de la revolución conservadora, se han incrementado exponencialmente las desigualdades en el seno de los países.
Hasta tal punto ha sido así que ha cambiado el concepto de invisibilidad social. Antes, los invisibles eran los extremadamente pobres, y los ricos hacían alegre ostentación de sus posesiones y su estatus; ahora aquellos se tienen que tragar su dignidad y aparecen en la oscuridad atracando los cubos de basura, mientras que los poderosos se ocultan para no ser el objeto de la indignación general.
Y sin embargo, el debate macroeconómico ha estado dominado por otras cuestiones instrumentales tales como la inflación, la primera de riesgo, el déficit o la deuda pública.
Por lo tanto, primera propuesta, complementaria de las de Oxfam a las élites que se reúnen en el Foro de Davos: que el índice de Gini o cualquier otro instrumento que mida la desigualdad en los países se eleve al cuadro macroeconómico de los Gobiernos, junto a las demás macromagnitudes, de modo que se pueda hacer un seguimiento continuo de lo que las políticas económicas obtienen, o deterioran, en las relaciones entre ciudadanos.
En el análisis contemporáneo sobre la desigualdad económica ha habido tres etapas.
En la primera se la vinculaba con la ética y lo social (una sociedad no puede ser justa y cohesionada con tales grados de desigualdad).
En la segunda, con la economía (una política económica no puede ser eficaz con una alta desigualdad; mucha desigualdad desestimula el crecimiento).
Y ahora se la relaciona con la política: el que la riqueza mundial se divida en dos porciones, la mitad de ella en manos del 1% más rico de la población y la otra mitad, entre el 99% restante, conlleva democracias de muy baja calidad, tal vez no sostenibles, y a que los ciudadanos dispongan de cada vez menos poder sobre sus vidas y no puedan ejercer sus derechos.
Por lo tanto, una alta desigualdad como la existente conduce a ciudadanos y sociedades vulnerables.
El informe de Oxfam reproduce dos opiniones norteamericanas muy oportunas; la primera, de quien fue juez del Tribunal Supremo de EEUU, Louis Brandeis, que dice que “podemos tener democracia o podemos tener la riqueza concentrada en pocas manos, pero no podemos tener ambas cosas”.
La otra, del presidente Franklin Delano Roosevelt, cuyas políticas condujeron a la etapa de la creación de las clases medias en Norteamérica y domeñaron la extrema desigualdad de los “felices veinte”:
“El Gobierno más libre del mundo, si existiese, dejaría de ser aceptable si sus leyes tendiesen a generar una rápida acumulación de la propiedad en pocas manos, haciendo que la inmensa mayoría de la población fuese dependiente y sin recursos”.
La segunda proposición, tras la de elevar el índice de Gini al cuadro macroeconómico, consiste en no volver a denominar “neoliberalismo” a lo que ahora está ocurriendo.
Un sistema que dedica, como lo está haciendo desde 2008, una buena parte de sus recursos públicos, al salvamento de sus bancos no es un sistema neoliberal sino que se ha pasado a otra etapa de excepcionalidad caracterizada por el capitalismo de Estado.
Lo demuestra el informe en cuestión: las denominadas “élites extractivas” (aquellas que han dejado de luchar por el interés general y sólo trabajan por el propio) utilizan las normas, las leyes, el arbitrismo, para su beneficio, haciendo aun más lacerantes los extremos de la escala social.
Cooptan la política.
La desigualdad y la cooptación política son interdependientes.
La influencia de esas élites da lugar a desequilibrios en los derechos y en la representación política y, como resultado, esos grupos poderosos cooptan la toma de decisiones de las funciones legislativa, ejecutiva y regulatoria.
Se manipula la política a favor de los intereses de las élites, que han coincidido con la explosión de la riqueza en manos del 1% más rico de la población.
Así, por ejemplo, logran mantener a la baja la presión sobre las plusvalías y los tipos impositivos que gravan las rentas altas subiendo los impuestos de la mayoría, pues con tantas cosas que hay que financiar si a unos se les bajan los impuestos hay que incrementárselos a los otros; crean lagunas fiscales a favor de las grandes empresas fomentando la elusión y el concepto de “termita fiscal” (personas físicas o jurídicas que aprovechan los intersticios del sistema fiscal para no pagar impuestos o pagar menos de lo que deberían); desploman el poder de negociación de los sindicatos a través de reformas laborales, y con ello el valor real del salario mínimo, de las rentas disponibles y de otras medidas de protección; o tergiversan la agenda pública para favorecer unas medidas y dejar otras para un más adelante que nunca llega.
Debemos volver a aquellas hipótesis de trabajo desarrolladas por Foucoult y Deleuze, que exponían los motivos que proporcionaban al capitalismo “apariencia e ilusión de liberalismo” (1: se gobierna demasiado; 2: lo irracional caracteriza el exceso de gobierno; 3: se debe gobernar, por tanto, lo menos posible), cuando el capitalismo de hoy es capitalismo de Estado, con una alianza entre el Estado y las “élites extractivas” para obtener una redistribución de la renta y las riqueza cada vez para regresivas.
Esta interpretación es decisiva para entender la crisis actual en la que se han multiplicado las tendencias desigualitarias de los últimos 40 años.
La pregunta es cómo los neoliberales han pasado de gobernar lo menos posible a querer gobernarlo todo. La extrema desigualdad es una gran amenaza para los sistemas político y económico inclusivos.
El poder económico y el poder político, en comandita, separan cada vez más a los ciudadanos en lugar de que avancen juntos, de modo que es inevitable que se intensifiquen las tensiones sociales y aumente el riesgo de ruptura social. En su último estudio sobre la desigualdad, el Nobel de Economía Joseph Stiglitz comprime lo que acontece en tres puntos: primero, se multiplican los fallos del mercado, de los cuales el más significativo es el del mercado de trabajo, con incrementos exponenciales de desempleo en algunos países; segundo, el sistema político, que logra su legitimidad en la corrección de esos fallos del mercado, no lo hace; y tercero, como consecuencia de ello aumenta la desafección ciudadana sobre el sistema económico (la economía de mercado) y sobre el sistema político (la democracia).
Esto es lo que manifiestan todos los sondeos.
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