El maestro italiano nos ha ayudado a amar la música y a vivir la vida con otra intensidad.
Se veía venir, pero no por ello el impacto emocional es menor
. El diálogo entre la vida y la muerte del gran director italiano Claudio Abbado había comenzado hace más de una década.
En su etapa final al frente de la Filarmónica de Berlín dirigió en 2001 un Réquiem de Verdi, en el centenario de la muerte del compositor italiano, cuyas imágenes televisivas hablan por sí solas de las dificultades físicas que atravesaba entonces el director milanés.
Un famoso crítico francés titulaba la reseña de esta interpretación con la frase -cito de memoria-: “Abbado interpreta su propio Réquiem”. Fuerte.
Pero Abbado se recuperó e inició una nueva aventura artística en Lucerna, gracias a una iniciativa del visionario Michael Haefliger, una década que no es exagerado calificar como “prodigiosa”.
De entrada destacados músicos de todo el mundo se agruparon a su lado para formar una orquesta solidaria, sustentada por el mítico festival del corazón de Suiza.
Se dejaban la piel los instrumentistas a su lado.
Desde Sabine Meyer a un buen puñado de solistas españoles encabezados por el onubense Lucas Macías Navarro, concertino de la Concertgebouw de Ámsterdam. Comenzaron con la Segunda sinfonía Resurrección, de Mahler, como tentando a la suerte, y año a año levantaron el ciclo completo de las sinfonías del compositor de La canción de la tierra a excepción de la Octava.
Abbado sintió en un determinado momento una atracción irresistible por Bruckner, y cambió de tercio
. Su último concierto este verano en Lucerna fue con la Incompleta, de Schubert, y la Novena, de Bruckner.
Se le veía algo tambaleante, más frágil que en anteriores comparecencias, pero sus interpretaciones seguían transmitiendo una carga interior, una espiritualidad reconfortante.
Estaba muy ilusionado en inaugurar el auditorio modular de Anish Kapoor y Arata Isozaki en Matsushima, Japón, en la zona afectada por el tsunami.
El programa anunciado era el mismo que ofreció en Lucerna, con las mismas sinfonías de Schubert y Bruckner. No fue posible, aunque, como consuelo, Gustavo Dudamel preparó para los conciertos de inauguración del auditorio portátil una orquesta con jóvenes de la región.
El napolitano Giorgio, jefe del restaurante El Padrino, de Lucerna, lo manifestaba con cara de preocupación este verano: “No ha venido Claudio ni un solo día a comer o cenar: mala señal”.
Se ha ido Claudio y no se ha ido. El recuerdo permanece.
Nunca olvidaremos su sencillez, su sabiduría y su concepto solidario de la existencia a través de la música. Cuando se le concedió la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, la quiso recibir a las cinco de la tarde, alejado de actos protocolarios, en compañía de media docena de músicos jóvenes españoles que trabajaban habitualmente con él.
Todo un gesto.
De sus actuaciones en directo nunca olvidaremos su Boris Godunov, de Mussorgski, en Salzburgo, o su Khovantchina, del mismo autor, en Viena.
Tampoco sus aproximaciones a Verdi –Macbeth, Simon Boccanegra, en el teatro alla Scala de Milán-, o su Rossini – El viaje a Reims, en Pesaro-. Mozart, Schubert, Beethoven, Mahler o Bruckner, figuraban entre sus autores sinfónicos favoritos, pero también Gesualdo o Luigi Nono. En las grabaciones discográficas permanece viva su memoria.
No es cuestión de dejarse embargar por la tristeza
. Abbado nos ha ayudado a amar la música y a vivir la vida con otra intensidad.
¿Se acuerdan de su milagrosa versión de Rosamunda que regaló como propina en su último concierto en los ciclos de Ibermúsica en Madrid? Las últimas semanas la Orquesta Mozart, con la que vino, estaba encerrada en peligro de disolución inmediata por eliminación de ayudas económicas
. No está Abbado, no interesa a los que detentan el poder sin escrúpulos de ningún tipo.
En España también pertenecía al comité de honor del proyecto Tutto Verdi de Bilbao desde su comienzo. Una y otra vez su conversación se deslizaba hacia la primera versión de Simon Boccanegra. ¿No les decía que sigue vivo?
Le escucho sobre su visión del arte y la cultura, pero también cuando me recomendaba con pasión en Potenza, en plena Basilicata italiana, donde impulsó el festival Gesualdo, las virtudes de los vinos Agliánico del Vulture. Desde entonces los bebo allá donde los encuentro.
Son excelentes. Como era él.
Allá donde estés, gracias por todo, amigo.
. El diálogo entre la vida y la muerte del gran director italiano Claudio Abbado había comenzado hace más de una década.
En su etapa final al frente de la Filarmónica de Berlín dirigió en 2001 un Réquiem de Verdi, en el centenario de la muerte del compositor italiano, cuyas imágenes televisivas hablan por sí solas de las dificultades físicas que atravesaba entonces el director milanés.
Un famoso crítico francés titulaba la reseña de esta interpretación con la frase -cito de memoria-: “Abbado interpreta su propio Réquiem”. Fuerte.
Pero Abbado se recuperó e inició una nueva aventura artística en Lucerna, gracias a una iniciativa del visionario Michael Haefliger, una década que no es exagerado calificar como “prodigiosa”.
De entrada destacados músicos de todo el mundo se agruparon a su lado para formar una orquesta solidaria, sustentada por el mítico festival del corazón de Suiza.
Se dejaban la piel los instrumentistas a su lado.
Desde Sabine Meyer a un buen puñado de solistas españoles encabezados por el onubense Lucas Macías Navarro, concertino de la Concertgebouw de Ámsterdam. Comenzaron con la Segunda sinfonía Resurrección, de Mahler, como tentando a la suerte, y año a año levantaron el ciclo completo de las sinfonías del compositor de La canción de la tierra a excepción de la Octava.
Abbado sintió en un determinado momento una atracción irresistible por Bruckner, y cambió de tercio
. Su último concierto este verano en Lucerna fue con la Incompleta, de Schubert, y la Novena, de Bruckner.
Se le veía algo tambaleante, más frágil que en anteriores comparecencias, pero sus interpretaciones seguían transmitiendo una carga interior, una espiritualidad reconfortante.
Estaba muy ilusionado en inaugurar el auditorio modular de Anish Kapoor y Arata Isozaki en Matsushima, Japón, en la zona afectada por el tsunami.
El programa anunciado era el mismo que ofreció en Lucerna, con las mismas sinfonías de Schubert y Bruckner. No fue posible, aunque, como consuelo, Gustavo Dudamel preparó para los conciertos de inauguración del auditorio portátil una orquesta con jóvenes de la región.
El napolitano Giorgio, jefe del restaurante El Padrino, de Lucerna, lo manifestaba con cara de preocupación este verano: “No ha venido Claudio ni un solo día a comer o cenar: mala señal”.
Se ha ido Claudio y no se ha ido. El recuerdo permanece.
Nunca olvidaremos su sencillez, su sabiduría y su concepto solidario de la existencia a través de la música. Cuando se le concedió la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, la quiso recibir a las cinco de la tarde, alejado de actos protocolarios, en compañía de media docena de músicos jóvenes españoles que trabajaban habitualmente con él.
Todo un gesto.
De sus actuaciones en directo nunca olvidaremos su Boris Godunov, de Mussorgski, en Salzburgo, o su Khovantchina, del mismo autor, en Viena.
Tampoco sus aproximaciones a Verdi –Macbeth, Simon Boccanegra, en el teatro alla Scala de Milán-, o su Rossini – El viaje a Reims, en Pesaro-. Mozart, Schubert, Beethoven, Mahler o Bruckner, figuraban entre sus autores sinfónicos favoritos, pero también Gesualdo o Luigi Nono. En las grabaciones discográficas permanece viva su memoria.
No es cuestión de dejarse embargar por la tristeza
. Abbado nos ha ayudado a amar la música y a vivir la vida con otra intensidad.
¿Se acuerdan de su milagrosa versión de Rosamunda que regaló como propina en su último concierto en los ciclos de Ibermúsica en Madrid? Las últimas semanas la Orquesta Mozart, con la que vino, estaba encerrada en peligro de disolución inmediata por eliminación de ayudas económicas
. No está Abbado, no interesa a los que detentan el poder sin escrúpulos de ningún tipo.
En España también pertenecía al comité de honor del proyecto Tutto Verdi de Bilbao desde su comienzo. Una y otra vez su conversación se deslizaba hacia la primera versión de Simon Boccanegra. ¿No les decía que sigue vivo?
Le escucho sobre su visión del arte y la cultura, pero también cuando me recomendaba con pasión en Potenza, en plena Basilicata italiana, donde impulsó el festival Gesualdo, las virtudes de los vinos Agliánico del Vulture. Desde entonces los bebo allá donde los encuentro.
Son excelentes. Como era él.
Allá donde estés, gracias por todo, amigo.
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