Hay hombres para los que
siempre quedará París y otros para los que siempre quedará, por ejemplo,
la sastrería de Alfredo Martínez. Antonio Rubial
es uno de los segundos, y quizá por eso tiene poco miedo a decir que
no.
Asegura que una de las últimas veces que giró decididamente la
cabeza de lado a lado fue para decirle que no a su socia Katrina Bayonas y, en consecuencia, para dejar Kuranda,
una fábrica de estrellas, la agencia de actores más importante de
España, la que representa a Penélope Cruz, a Jordi Mollà o a Elena
Anaya, para la que él había trabajado durante 13 de sus 40 años, en la
que había aprendido gran parte de lo que sabe de las artes y mañas de un
representante de actores, donde se había convertido en la media naranja
de su fundadora, el sitio en el que creció (quizá demasiado)…
El divorcio, traumático como todos, se produjo hace algo más de un año, y desde entonces Antonio Rubial ha creado escuela, toda una escuela de galanes.
Se llama A6 Cinema,
porque esa es la carretera que conecta el mundo del cine y de la
ficción en el que vive con su casa, con la realidad; es el camino de
vuelta desde la farándula de Madrid a León, y a Adam’s, esa tienda de
grandes marcas de ropa de Alfredo Martínez, donde encontró uno de sus
primeros trabajos como dependiente.
De momento, su nueva empresa es
una pequeña oficina en la calle del Almirante.
Por allí pasan actrices
como Clara Lago, Leonor Watling, Leticia Dolera o Marta Etura.
Y hombres
como Quim Gutiérrez, Andrés Velencoso, Jon Kortajarena, Mario Casas…
Una ristra de hasta 25 tipos muy feos –como puede verse en los reunidos para las fotos de este reportaje–, algunos de los cuales, ante la ruptura del matrimonio Kuranda, tuvieron que elegir entre irse con papá o quedarse con mamá.
Los más famosos permanecen con ella, su descubridora
. Pero los que se
fueron de la mano de Rubial y los que han ido llamando después a su
puerta ya han aprendido a decir que no con mucho estilo, han encontrado
en su representante algo muy importante para un actor
: “Un perfecto
compañero para la renuncia” –en palabras de Quim Gutiérrez–,
un cómplice en “la espera de un proyecto adecuado para crecer” –en la
voz de Velencoso–, un ayudante para rumiar la paciencia al borde del
abismo de ese teléfono que no suena para proponer nada bueno, una
especie de escudero con el que fortalecerse cuando toca caminar por
desiertos de inactividad, sin miedo, porque “siempre quedará…”.
Rodeado por “sus niños” –que
rozan los 30 por abajo o por arriba– en una maratoniana sesión
fotográfica a principios del mes de julio, el estudio parece el cónclave
elegido para acabar de una vez por todas con esa especie de máxima
cinematográfica española que establece que “los actores masculinos no
tienen por qué ser guapos”.
Visto en esa especie de
aquelarre de bellezas, ya sea fumando un cigarro, compartiendo bromas,
cafés, abrazos y palmadas en la espalda, dejándose peinar y vestir por
maquilladores y estilistas, poniéndose y quitándose trajes que a todos
–también a él– les sientan como guantes, nadie podría decir que hace 40
años que Antonio Rubial comenzó a criarse entre vacas y ovejas en una
comarca leonesa con dos lunas
. Irede de Luna (el pueblo de su padre) y
Mallo de Luna (el de su madre).
Es el segundo de seis hermanos, “la
oveja negra” de una familia numerosa que emigró a León de la mano de sus
progenitores, que se ganaban la vida como conserje y limpiadora. Él,
que nació con una de esas miradas que escrutan los confines de la
tierra, cuando se le quedaba chico el barrio leonés de Pinilla, miraba
la televisión.
Tanto, que acabó colándose dentro.
Fue el único que se marchó.
“Todos siguen allí: mis padres y mis hermanos, que son libreros,
cocineros, militares, peluqueros…”. Su madre, Nieves Arias, habla de
“sus vuelos y sus sueños”, del miedo que le daba ese “buen hijo”, de lo
que lloró y rezó cada vez que se iba fuera “en lugar de terminar una
carrera”, pero sobre todo deja algo claro: “Él siempre tenía que ser el
jefe, el que mandaba y organizaba”.
Así fue, con la fuerza de los
hechos, como Antonio Rubial se negó a ser el segundo de seis y acabó
siendo el primero: “Un padre para sus hermanos”, en palabras de su
madre
. Y así fue también como se negó a ser un segundón tanto en Isasi,
la primera agencia de modelos en la que trabajó de booker en Madrid a finales de los noventa, como después en Kuranda.
Este hombre estiloso, con pinta
de actor o modelo que no quiso serlo, que trabajó vendiendo frutos
secos en mercadillos ambulantes de pueblos o de vigilante nocturno en
una fábrica de asientos de camiones en L’Hospitalet de Llobregat
mientras definía y perseguía su sueño, solo da un paso atrás para coger
impulso: “Katrina y yo intentamos llegar a un acuerdo para seguir
juntos, pero ese acuerdo nunca llegó
. Había llegado a una conclusión:
quería ser mi propio jefe”. Ya lo decía su madre.
Y los actores guapos, que
también hablan:
“Mi relación desde el principio era con Antonio, Katrina
es una mujer excepcional, pero mi corazón está con Antonio, es así, es
orgánico”.
Son las palabras que salen de la perfectísima boca de Jon Kortajarena
cuando se le habla de la ruptura en Kuranda.
“Empecé con él hace dos
años, era mi mentor, a quien yo conocía, mi opción estaba clara”,
comenta Carles Francino (hijo). Y da en el clavo el afinado verbo de
Quim Gutiérrez
: “Para mí, Kuranda era Antonio”. Fue también así muchas
veces para la prensa, que lo mencionaba directamente como “el
representante de Penélope Cruz”.
Katrina. La señora de 73 años
(hoy) a la que un buen día llamó porque en su cartera estaban los
nombres de todos los actores que él admiraba y que había ido anotando en
forma de lista en un papel: “Hola, me llamo Antonio Rubial, no me
conoces de nada y no sé nada de representación de actores, pero quiero
aprender con la mejor”. Katrina. La misma que respondió: “Ven a verme,
me gusta tu actitud”. Katrina.
La que sintió la rebeldía del “heredero”
que había crecido (quizá demasiado) criado a sus pechos… Katrina. Desde
su trono de Kuranda, ni afirma ni desmiente. Silencio.
A punto de ponerse delante de la cámara de Nico junto a todos sus cachorros (su perra Pepa
incluida), Antonio Rubial se ajusta la chaqueta como si le apretase.
Sabe –porque hizo sus pinitos como modelo siendo casi adolescente y
porque calculó muchos tallajes en la tienda de Alfredo Martínez– que le
queda perfecta y que lo que de verdad le aprieta es la vida.
Desde
siempre. Por eso, sin que nadie de su entorno familiar lo entendiera,
con un expediente académico impecable, se fue a Madrid a los 18 años
para ver de qué iban esas “pruebas para ser actor” y acabó en un plató
de televisión de figurante, en un programa llamado La quinta marcha, que entonces –año 1991– presentaba una tal Penélope Cruz.
Desde un remoto lugar del
mundo, la musa de Pedro Almodóvar interrumpe por un momento sus
vacaciones y hace llegar un mensaje:
“Antonio fue mi publicista durante
varios años y para mí fue un placer trabajar con él.
Es un gran
profesional y un amigo a quien tengo mucho cariño. Le deseo lo mejor”.
Quién le iba a decir a ese
chaval que se dejaba deslumbrar por los focos y las bambalinas de un
plató de televisión –a cambio de “5.000 pesetas de entonces, un
bocadillo, una coca-cola y una naranja”– que acabaría
representando, siendo el director de comunicación y buen amigo de la que
se convertiría en la actriz española más internacional, que la
acompañaría a recoger un Oscar y que permanecería unido a ella después
del divorcio, a pesar de que ella se quedase con mamá.
“Nunca quise ser actor, pero
quería conocer ese mundo, y si me tenía que presentar a las pruebas de
la escuela de arte dramático de Cristina Rota, pues allí me plantaba; si
tenía que hacer de figurante o de lo que fuera, pues también”, cuenta
Rubial.
Eso sí, cada vez que se le acababa el dinero ahorrado para su
aventura –ya fuera vendiendo frutos secos o trajes de Armani–, tomaba la
A-6 de regreso a casa.
Tuvo que volver varias veces.
De su primera aventura en la capital (subvencionada en parte por sus
primas Ana y Raquel), se llevó cuatro amigos sevillanos con los que
compartió piso unos meses en Carabanchel, la sabiduría de un pintor
leonés llamado Jesús Alonso –que le sumergió en la vida cultural de la
capital y le dio de cenar alguna noche–, un poco de dolor de espalda por
dormir muchas noches en sofás y, sobre todo, el descubrimiento de que
existían agencias de representación de actores y el conocimiento de los
entresijos de la televisión
. Nunca volvió a verla igual.
De su segunda y oscura aventura
en Barcelona –“donde se suponía que estaban las mejores agencias”–
obtuvo algo que le serviría el resto de su vida: paciencia
. Fueron
“interminables” noches de ronda por aquella fábrica de L’Hospitalet
mascando el chicle gastado de un sueño que no sabía cómo hacer realidad.
Muchos despertares tardíos y, en consecuencia, muchas citas perdidas
para pruebas de casting. Regresó.
Año 1993. Universidad de León.
Económicas.
Su tercera aventura. “Lo odiaba”. Directamente huyó en
cuanto se le presentó una oportunidad: su cuarta aventura.
Probó suerte en Valladolid. La
experiencia de formar parte de la organización del certamen de Miss
Castilla y León le pondría de nuevo en la A-6, de camino a Madrid de
manera definitiva, al menos hasta hoy, cuando cumple un año su proyecto
en solitario –sustentado por dos sólidas y leales columnas conocidas
como “las Martas”: Marta Gómez y Marta Artiz– y cuando posa alegremente
con algunas de las bellas promesas del cine español.
Pero antes tuvo que conocer a
una persona que ha sido clave en su vida, hasta el punto de que empezó
siendo su socio y hoy es su asesor fiscal
. Se llama Miguel Ángel Villa,
tiene 53 años y le conoció en aquel sarao de bellezas femeninas
castellanas a mediados de los noventa como promotor del evento de misses.
“Me convenció su fuerza, su entusiasmo. Nos hicimos socios para montar
una agencia de modelos. Antonio suena a honestidad. No me equivoqué”
.
Fueron años en los que Rubial perseguía a chicas guapas por las calles
pucelanas para convertirlas en maniquíes, dormía en una habitación junto
a la cocina de la oficina y comía de lunes a domingo en la casa de su
socio
. Funcionó. Dio el salto a Madrid a finales de los noventa para
trabajar en la agencia Isasi. El resto de la historia ya está contado
aquí. Bueno, no del todo.
“Apuesto por un tipo de actor
que, por supuesto, me parece bueno, que tiene talento y constancia para
seguir formándose, pero que además es atractivo, se cuida, vigila su
imagen y su aspecto, no tiene prejuicios con la moda, puede hablar
idiomas y estar preparado para trabajar en el mercado internacional,
pero sobre todo me tiene que caer bien para que me apetezca llamarle 20
veces al día si es necesario, acompañarle, pasar tiempo con él…”.
Antonio Rubial se está haciendo una escuela a medida, un
sitio en el que sus actores puedan crecer entre los trajes de marca de
Adam’s, el cine, la televisión o los estudios fotográficos, sin olvidar
el estilo de los modelos con los que se codeó en el mundo de la moda,
los horizontes lejanos de su mirada y, sobre todo, la empatía que aflora
cuando se toca fondo, allí donde florecen las dudas, los miedos y las
incertidumbres por el siguiente paso, donde se busca la diana del éxito
en la oscuridad –“… noches enteras dando vueltas alrededor de una
fábrica”–, donde se puede decir no porque hay poco o nada que
perder y porque siempre quedará… Alfredo Martínez: “En mi tienda, Antonio tiene un puesto de trabajo, eso está claro”.
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