Hace años fui a cumplir un
encargo a un piso de unos amigos que llevaba cerrado y desocupado más de
dos meses. Recogí los papeles que iba a buscar y, cuando ya estaba a
punto de irme, vi por casualidad que en la jardinera del balcón, bajo un
sol veraniego achicharrante, seguía viva una planta.
Estaba muy
alicaída, agonizante; a su alrededor, todas las demás plantas habían
muerto ya, dejando un panorama desolado de hojarasca reseca y telarañas.
Pero ella seguía luchando por vivir a pesar de los dos meses de
abandono.
Comprendo que es ridículo, pero casi me dieron ganas de
llorar al contemplar ese esfuerzo tan heroico e inútil.
Como una loca,
regué concienzudamente la jardinera, y luego me marché sintiéndome aún
peor, porque el agua sólo prolongaría el sufrimiento de la planta.
Pero,
a fin de cuentas, la vida consiste justo en eso: en el regocijo de
vivir cada instante, cada segundo robado antes del fin.
Qué tenaz es la vida, qué
maravillosamente peleona
. Un amigo argentino me ha mandado la foto de su
hija, una niñita nacida prematuramente a los seis meses. Es una
guerrera hermosa y diminuta que lleva semanas librando el fiero combate
de la supervivencia: todas sus células están concentradas en la proeza
de existir.
De hecho, todos nosotros somos un prodigio, todos
representamos una proeza descomunal.
Estar vivo es el resultado feliz de
una batalla feroz contra las circunstancias: sólo recordar que el
espermatozoide que participó en tu concepción tuvo que competir contra
cien millones de espermatozoides da idea del esfuerzo.
Repitamos una vez
más lo obvio: para nacer es necesario que antes se haya dado una
larguísima cadena de éxitos
. Nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros
recontratatarabuelos de las cavernas lograron ser un huevo fertilizado,
y luego un embrión viable, y luego un bebé lo suficientemente sano.
Y a
partir de ahí supieron crecer, mantenerse vivos, encontrar pareja,
procrear, cuidar de su prole.
Somos guerreros e hijos de guerreros,
todos victoriosos.
Haber llegado a nacer es más venturoso y más difícil
que sacarse el Gordo de la lotería.
Así pues, la vida siempre se
empecina en seguir viviendo. Lo cual es una buenísima noticia, desde
luego
. No hay que perder la fe en esa fuerza bruta y ciega de la vida.
Hace poco, el gran cineasta Bernardo Bertolucci presentó su última
película, Tú y yo
. Llevaba diez años sin rodar porque una
enfermedad que él mantiene en secreto le ha confinado en una silla de
ruedas. Ahora Bertolucci ha vuelto a dirigir, y ya está pensando en
hacer otra película.
En las entrevistas sobre Tú y yo ha
declarado que, cuando aprendió “el arte” de aceptar su condición, es
decir, su enfermedad, las cosas mejoraron mucho.
A Bertolucci esa
aceptación le ha llevado diez años (ahora tiene 72), pero al final, si
no mueres antes, la vida se impone: es algo formidable.
Otro amigo, Pepe Mendoza, estupendo articulista en El Diario de Cádiz,
me escribe para contarme la historia de su sobrino, Alejandro Arévalo
Ramos
. Alejandro tiene 18 años; nació con un 84% de discapacidad física
(o de diversidad, que es la palabra que prefieren usar las personas
pertenecientes a estos colectivos) y a los dos años le amputaron las dos
piernas. Iba a decir que psíquicamente es igual que cualquiera (el año
pasado terminó segundo curso de Bachillerato), pero es obvio que no es
igual que cualquiera, sino muchísimo mejor: mucho más centrado, más
fuerte, más maduro, más valiente, más sabio.
Además de cursar los
estudios que le corresponden, Alejandro se ha hecho un as de la
natación.
Hoy, pese a su juventud, es un reconocido deportista en el
mundo paralímpico y ha ganado un buen puñado de medallas autonómicas y
nacionales.
Un rapero gaditano, Mowlihawk,
le ha hecho una canción
. Hay un vídeo genial del tema y de Alejandro que
se puede ver en YouTube (para encontrarlo basta con poner
“Mowlihawk-ejemplo de superación”).
Es una historia conmovedora y
asombrosa, y lo más increíble es que en el mundo hay muchos más
Alejandros de lo que nos creemo
s. Heroicos luchadores que cada día se
ganan a pulso su existencia. Ver este rap enseña más e infunde más
ánimos que media tonelada de libros de autoayuda.
Porque para
autoayudarse no hay como confiar en tu propia fuerz
a. O, como dice mi
amigo Pepe Mendoza: hay que borrar del lenguaje la frase no puedo, “como
nosotros hemos hecho desde hace 18 años”.
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