martes, 6 de agosto de 2013
El día que invadimos Gibraltar
Me encanta.
Para qué les digo que no, si es que sí.
La cosa patriótica
me trae al pairo a estas alturas de nuestra torpe Historia; y en lo que
se refiere a Gibraltar, las declaraciones oficiales españolas suelen
darme una risa que me saltan los empastes. Algunos de ustedes saben que
llevo veinte años sugiriendo entregar el Peñón -con aguas y territorios
adyacentes incluidos- a quienes saben defenderlo, y que dejemos de hacer
el payaso sin fronteras de una puñetera vez
. Ya vale de patrullar
Somalia y Afganistán mientras hacemos el ridículo en Algeciras, donde la
Armada española ni está nunca, ni se la espera en las próximas décadas.
Pero eso no es obstáculo, u óbice para que la mala leche hispana me
gotee por el complacido colmillo ante ciertos episodios.
Al final,
quieras o no, siempre tiran los viejos instintos, el espíritu tribal y
la negra honrilla.
Porque a ver.
Si prestigiosos escritores como mi
compadre Javier Marías se calientan con el Real Madrid, a ver por qué no
puedo yo ser forofo de los contrabandistas de La Línea, provincia de
Cádiz, que me entretienen más y frecuentamos los mismos bares.
Así que imaginen.
Verja de Gibraltar, con un agujero por donde suele
colarse la peña para pasar el tabaco que, almacenado en depósitos del
puerto con toda la desvergüenza del mundo, venden los llanitos a los
españoles y a cualquiera que pague, desde que el cabo Tres Forcas era
soldado raso, o desde antes.
Es pura rutina: centenares de familias
viven de eso en La Línea, donde ocho de cada diez habitantes está
oficialmente en el paro
. El caso es que, colándose por el boquete de la
verja, como cada noche, ésta que cuento se mete en busca de su alijo
media docena de matuteros linenses de pata negra: morenos, chupaíllos,
tatuajes, cadenas gordas de oro con medallas de la Virgen del Carmen, el
Porsche Cayenne tuneado cerca de la verja con los colegas esperando al
volante, la radio haciendo pumba-pumba y el maletero abierto.
Y en ésas,
sea porque hoy toca estadística de rigor aduanero para que en Londres y
Bruselas dispongan de papel higiénico, o porque al funcionario policial
gibraltareño que está de guardia no le han engrasado bastante los ejes
de la carreta, los aduaneros llanitos, haciéndose de nuevas a estas
alturas de la feria, les dicen «¿Aónde yu going, quillo?» a los
contrabandistas y les caen encima de sopetón, apresando a dos de ellos
por la cara. O sea, by the feis.
Y ahí viene lo bonito
. Alertados por los gritos de sus colegas -«¡Que ze
nos yevan, ohú!»-, a los que arrastran Peñón adentro con el millar de
cajetillas de Winston que les encuentran encima, los matuteros que están
en el lado español, que son una quincena, se rebotan a su manera.
Y
entonces, colándose muy cabreados y en tropel por el agujero de la
verja, se meten todos en Gibraltar blasfemando en arameo,
«¡Hihoslagranputa! -gritan-. ¡Zoltar al Zeisdedos y al Mediopeo, que zon
padres de farmilia numeroza!».
Y para reforzar el argumento, se lían a
palos, y a los aduaneros llanitos les dan de hostias hasta en el carnet
del bingo.
Con lo que se monta allí una pajarraca de las históricas,
primero a base de leña manual; y luego, cuando por el agujero de la
verja llegan algunos más de La Línea para echar una mano, y del otro
lado acuden refuerzos de la policía gibraltareña con el pirulo y la
sirena haciendo pi-po, pi-po, los nuestros -a esas horas del pifostio,
perdóneme Dios, ya son los nuestros- reciben a los bobis a pedrada
limpia.
Hasta que al fin, tras un cuarto de hora de invasión matutera,
los linenses se repliegan victoriosos por el mismo agujero, con los dos
consortes liberados por su impecable acción de comando, dejando atrás a
un aduanero llanito hecho un Eccehomo y un coche de la Gibraltar Police,
o como se llame, con más abolladuras que los de Zapatero o Rajoy si
pasaran despacio junto a la cola de una oficina del paro.
Así que no me digan que no mola. El desparrame.
Sólo otra vez en estos
tres siglos y pico puso España pie en Gibraltar: cuando en 1704, como
avanzadilla de un ataque general, un grupo de pobres soldaditos escaló
de noche el acantilado, degolló a la guarnición de arriba, y luego,
abandonados por sus jefes y compañeros -naturalmente, el ataque previsto
no se produjo-, vendieron caro el pellejo hasta ser exterminados por
los ingleses.
Desde entonces, que yo sepa, sólo la incursión matutera
del otro día ha hecho posible que una fuerza armada española -con
piedras y alguna navaja, supongo, pero menos da un boniato- vuelva a
pisar gloriosamente el suelo de la perversa colonia. Dudo que al
Seisdedos, al Mediopeo y a sus colegas los proponga nadie para la
Laureada, la verdad. Tampoco es eso.
Pero cuando me los tope en Casa
Bernal, tapeando, les pago unas cañas.
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