Cuando se cumplen 10 años del fallecimiento de la actriz, recordamos la carrera cinematográfica de una de las intérpretes más indomables de Hollywood.
A Katherine Hepburn (1907, Connecticut) se la conoce porque ganó cuatro Oscar, por su (lóngevo) romance con Spencer Tracy
y por ese aspecto de atleta capaz de destacar en cualquier papel, sin
importar su ascendencia o su aspecto.
Hepburn no era sólo un camaleón o una intérprete de talento descomunal sino una actriz excepcional, empeñada en vivir contra Hollywood.
Ya desde sus inicios, pateándose las tablas de Broadway, se empeñó en aparecer sin maquillaje, hablar sin filtro y vestir como si el glamour le importara un pito.
Posiblemente ese aspecto rebelde, potenciado por un cuerpo de rasgos masculinos (herencia de una infancia marcada por la muerte de su hermano) y su alergia por la prensa, fue lo que la llevó a ganarse las enemistades de algunos de los estudios más poderosos de la meca del cine a los que llevaba por el camino de la amargura.
Negando una y otra vez su estatus de estrella se llevó su primer Oscar, Gloria de un día
. Luego (por el mismo atajo impracticable que habría hecho despeñarse a cualquier actriz que lo hubiera intentado) se hizo con tres estatuillas más, apeándose de la fama cuando le daba la gana para volver a Broadway.
Hepburn era la hiperactriz, una criatura con cuerpo de palo, aparentemente frágil, que se merendaba a sus partenaires artísticos sin necesidad de cubiertos.
Más alargada que alta, la Gran Kate (como solían llamarla) protagonizó obras maestras como La fiera de mi niña, Historias de Filadelfia, La costilla de Adán o La reina de África y eclipsó a monstruos como Cary Grant, Humphrey Bogart o Elizabeth Taylor.
Su reino, como el de aquel otro Mesías, no era de este mundo y su clase, huelga decirlo, tampoco.
Ninguna actriz supo llevar los pantalones como ella, ni lucir la picardía o el sex-appeal con tal indiferencia que al final uno acababa planteándose si aquello formaba parte de una persona distinta, que convivía con aquella actriz para el que los hombres eran poco menos que compañeros de género.
Esa extraña alquimia que punteaba sus actuaciones la convirtió en un icono a perpetuidad y el referente de docenas de aspirantes al trono hollywoodiense.
De sus años dorados (de 1938 a 1957) se recuerda su voluntad de hacer lo que le apeteciera, sin ceder jamás a otra cosa que no fuera su propio deseo.
Pocas actrices en la historia del cine pueden presumir de haber cabreado a tantos sin miedo a las consecuencias
. Posiblemente por eso, por esa personalidad sin tapujos, la Hepburn sigue siendo hoy en día una de esas mujeres que son más grandes que su propia leyenda: una actriz que tenía ángulos en lugar de curvas y cuya carrera se construyó a base de pico y pala.
Una actriz irrepetible.
Hepburn no era sólo un camaleón o una intérprete de talento descomunal sino una actriz excepcional, empeñada en vivir contra Hollywood.
Ya desde sus inicios, pateándose las tablas de Broadway, se empeñó en aparecer sin maquillaje, hablar sin filtro y vestir como si el glamour le importara un pito.
Posiblemente ese aspecto rebelde, potenciado por un cuerpo de rasgos masculinos (herencia de una infancia marcada por la muerte de su hermano) y su alergia por la prensa, fue lo que la llevó a ganarse las enemistades de algunos de los estudios más poderosos de la meca del cine a los que llevaba por el camino de la amargura.
Negando una y otra vez su estatus de estrella se llevó su primer Oscar, Gloria de un día
. Luego (por el mismo atajo impracticable que habría hecho despeñarse a cualquier actriz que lo hubiera intentado) se hizo con tres estatuillas más, apeándose de la fama cuando le daba la gana para volver a Broadway.
Hepburn era la hiperactriz, una criatura con cuerpo de palo, aparentemente frágil, que se merendaba a sus partenaires artísticos sin necesidad de cubiertos.
Más alargada que alta, la Gran Kate (como solían llamarla) protagonizó obras maestras como La fiera de mi niña, Historias de Filadelfia, La costilla de Adán o La reina de África y eclipsó a monstruos como Cary Grant, Humphrey Bogart o Elizabeth Taylor.
Su reino, como el de aquel otro Mesías, no era de este mundo y su clase, huelga decirlo, tampoco.
Ninguna actriz supo llevar los pantalones como ella, ni lucir la picardía o el sex-appeal con tal indiferencia que al final uno acababa planteándose si aquello formaba parte de una persona distinta, que convivía con aquella actriz para el que los hombres eran poco menos que compañeros de género.
Esa extraña alquimia que punteaba sus actuaciones la convirtió en un icono a perpetuidad y el referente de docenas de aspirantes al trono hollywoodiense.
De sus años dorados (de 1938 a 1957) se recuerda su voluntad de hacer lo que le apeteciera, sin ceder jamás a otra cosa que no fuera su propio deseo.
Pocas actrices en la historia del cine pueden presumir de haber cabreado a tantos sin miedo a las consecuencias
. Posiblemente por eso, por esa personalidad sin tapujos, la Hepburn sigue siendo hoy en día una de esas mujeres que son más grandes que su propia leyenda: una actriz que tenía ángulos en lugar de curvas y cuya carrera se construyó a base de pico y pala.
Una actriz irrepetible.
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