Se juzga al Banco Central Europeo por salvar a Europa
. Y a su
presidente, Mario Draghi, por 15 palabras: “El BCE hará todo lo
necesario para sostener al euro, y créanme, eso será suficiente”, espetó
el 25 de julio de 2012.
Claro que luego concretó la bravata mediante el Programa OMT
(Outright Monetary Transactions, operaciones monetarias de compraventa),
a saber, un programa de compra “ilimitada” de deuda pública, a tres
años, de los países del euro, a condición de que se sometiesen a un
rescate formal.
Solo con esa promesa y esa oferta de programa, sin necesidad de
aplicarlas, disipó la tormenta, minimizó las primas de riesgo sureñas y
evaporó la hipótesis de ruptura de la eurozona.
Que lo graben los euroescépticos y los que denigran a diario de la
institución de Fráncfort: el Tribunal Constitucional alemán enjuicia la
legalidad de su actuación, enjuicia al Banco Central Europeo por actuar
—al fin— como banco central de los europeos, por diseñar una de las
operaciones heteredoxas (compra de deuda) a las que sus homólogos se han
lanzado en esta crisis.
Hay epopeya wagneriana en este juicio, hay pócimas fugaces y destinos
agónicos, y algún superhéroe saldrá maltrecho.
Se dirime sobre una
medida anunciada, pero nunca ejecutada.
Decide un tribunal nacional,
según su ley nacional, no el tribunal europeo [el de Luxemburgo], según
la ley europea. Y lo hace con la canciller de hierro de la austeridad,
Angela Merkel, defendiendo al heterodoxo BCE; contra el Bundesbank,
liderado por su expolluelo Jens Weidmann, contrario al BCE... en cuyo
directorio se sienta.
El compromiso de la canciller es muy relevante
. Naturalmente que
defiende lo que ella misma avaló.
Pero lo hace contra su banco central,
el aún pardusco Buba; contra miles de firmantes discrepantes; contra sus
adláteres; contra mucha opinión publicada.
Este beau geste de Merkel, que lo es porque de él depende el ser o no
ser de la Europa monetaria, la acerca a la altura de sus antecesores.
A
Helmut Kohl, que doblegó al Bundesbank cuando la unificación alemana
(1990), al generoso cambio de un marco oriental por uno occidental, y
cuando el diseño de la unión monetaria en Maastricht (1991).
Y algo a Helmut Schmidt, ese gigante que el 30 de noviembre de 1978
salvó el proyecto del Sistema Monetario Europeo mediante una prédica
bíblica al reticente directorio del Buba en su propia sede: no hemos de
suscitar con imposiciones “miedos viscerales” de nuestros vecinos;
“somos vulnerables, primero por Berlín y luego por Auschwitz; cuanto más
éxito tengamos más tiempo tardará en desvanecerse Auschwitz de las
conciencias colectivas” (Las traiciones del Bundesbank a Europa, EL
PAÍS, 25 de marzo de 2011).
Y es un compromiso valiente, porque el Buba descabalgó a ¡tres!
cancilleres, Ludwig Erhard en 1966, Kurt Georg Kiesinger en 1969 y
Schmidt en 1982.
Sirva esto para recordar que Alemania —como Europa, o como España—,
no es sinónimo de posiciones monolíticas. Que hay banqueros centrales
nacionalistas y gobernantes europeístas. El gran drama del euro se
representa hoy en Alemania: el futuro del BCE, los rescates, la unión
bancaria. Las tres grandes fracturas europeas, entre la eurozona y el
resto, entre acreedores y deudores, entre euroescépticos y federales
“refuerzan la supremacía de Alemania en la UE”, constata Ulrich Beck en
su espléndida Una Europa alemana, (Paidós, Barcelona, 2012).
Por eso sobran los dicterios y faltan los análisis: urge una nueva
mirada, con más detalle y menos trazo grueso, sobre Alemania. Quizás
podríamos aprender en la historia de EE UU. A Virginia, que era el
hegemón de los Estados fundadores, se le dio gran poder político
—también la presidencia federal— durante decenios, a cambio de la
capital (Washington) y del compromiso de realizar políticas distintas.
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