No es que la película no se parezca a la novela, sino que la destroza dolorosamente.
Un hombre contempla el anochecer en el borde del embarcadero, sobre
la inmensidad oscurecida, tratando de apresar con el juego ambarino de
su mano derecha un fuego verde diminuto, parpadeante, al otro lado de
las aguas. Ha medido el tamaño de su sueño, ha elegido creer que es
posible cambiar el pasado y ser protagonista de lo que nunca ocurrió,
pero que podrá ser.
Ese hombre es Jay Gatsby, que ha vuelto de una biografía secuestrada al derrumbe vital, con esa sombra esquiva asociada a su nombre que es la espuma acuosa de un misterio: me aseguran que es un espía alemán, que ha sacado toda su fortuna del contrabando, dicen que mató a un hombre.
Y lo hizo, porque se asesinó a conciencia; pero no en la Gran Guerra, sino en la construcción de un personaje que guardara, en el fondo dorado de sus ricos ropajes, lo mejor de sí mismo.
Jay Gatsby era su autor, el norteamericano Francis Scott Fitzgerald, príncipe radiante, hermoso y fragilísimo, de una Edad del Jazz crepuscular, porque anunció el derrumbe con su exceso encendido.
Fitzgerald fue el cronista de los años 20, pero también su ángel caído, con conciencia total del personaje que asiste a su propio desmoronamiento y lo puede contar.
Pero antes, mucho antes de que Charles Scribner rechazaran su primera novela, con su título provisional El ególatra romántico, había sido el joven y guapo teniente Jay Gatsby y había pedido en matrimonio a Zelda Sayre, que le había rechazado por la muy sureña razón de “no tener dinero suficiente para mantener a una esposa”.
Al igual que Gatsby, Scott, que nunca llegaría a las trincheras, porque el armisticio se declaró cuando estaba a punto de embarcarse para Europa, se fraguó una biografía lo bastante sólida como para poder hacerse digno de su aspiración: se empleó en una agencia de publicidad neoyorquina y trabajó hasta la extenuación en la reescritura de su novela, que pasaría a llamarse A este lado del paraíso y se convertiría, tras su publicación, en el mayor éxito de críticas y ventas del momento, convirtiendo a su autor en portavoz de toda una generación que sentía, leyendo la novela, que sus personajes hablaban no exactamente como ellos, sino como les gustaría hacerlo, con el latido fúlgido del jazz en las pérgolas, la cristalería y el champán en su red de palabras.
Sin embargo, no sería en A este lado del paraíso —ambientada en la vida universitaria en Princeton— donde Scott Fitzgerald narraría ese viaje interior, su empeño íntimo por convertirse en la mejor versión ritual de sí mismo, para poder aspirar al amor y cambiar el pasado, sino en El gran Gatsby, donde el héroe decide imponer su deseo a la realidad, ahogándola en derroche, fastuosidad y misterio, para dejar de ser un oscuro teniente sin porvenir y lograr convertirse, cinco años después, en Gatsby, el magnate que ofrece fiestas desenfrenadas en su lujosa mansión en Long Island, erigida no por casualidad enfrente de la casa de Daisy Buchanan, donde un faro esmeralda atraviesa la marea expectante hasta alcanzar, en su vuelo nocturno, los ojos azules del protagonista.
Baz Luhrmann, director de esta adaptación, aduce que la crítica no comprenderá su película como tampoco en la época entendió la novela, atribuyéndose las mismas dotes de talento, sobriedad, elegancia y sensibilidad de Fitzgerald: una complacencia que ya es significativa de lo que encontrará el espectador. Un director no puede estar más enamorado de sí mismo que de sus personajes.
No es que no se parezca a la novela —aunque el alucinado cineasta presuma de “adaptación definitiva”—, sino que la destroza, dolorosamente, entre el almíbar estético y la cursilería, la composición de video-clip o el imposible hip-hop, mezcla genialoide que sólo lleva al tedio colosal. Veo la infantil y circense El gran Gatsby y me pregunto por qué los papeles de hombres parecen interpretados por muchachos: con un director tan creativo, lo raro es que Tobey Macguire, que caracteriza a Nick Carraway, el mejor amigo de Gatsby, no se convierta en Peter Parker y comience a trepar por un rascacielos a ritmo de fox-trot.
Francis Scott Fitzgerald seguirá siendo siempre un gran escritor: sobrevivió a su éxito y posterior caída, al crack del 29, al alcoholismo, a su matrimonio desgraciado, y sobrevivirá, también, a esta desgracia perpetrada por Baz Luhrmann.
Por el precio de la entrada, uno puede comprarse la novela.
Después de padecer durante 143 interminables minutos, me he ido a mi bar favorito, he pedido un dry martini y he bebido para olvidar.
Joaquín Pérez Azaústre es escritor.
Ese hombre es Jay Gatsby, que ha vuelto de una biografía secuestrada al derrumbe vital, con esa sombra esquiva asociada a su nombre que es la espuma acuosa de un misterio: me aseguran que es un espía alemán, que ha sacado toda su fortuna del contrabando, dicen que mató a un hombre.
Y lo hizo, porque se asesinó a conciencia; pero no en la Gran Guerra, sino en la construcción de un personaje que guardara, en el fondo dorado de sus ricos ropajes, lo mejor de sí mismo.
Jay Gatsby era su autor, el norteamericano Francis Scott Fitzgerald, príncipe radiante, hermoso y fragilísimo, de una Edad del Jazz crepuscular, porque anunció el derrumbe con su exceso encendido.
Fitzgerald fue el cronista de los años 20, pero también su ángel caído, con conciencia total del personaje que asiste a su propio desmoronamiento y lo puede contar.
Pero antes, mucho antes de que Charles Scribner rechazaran su primera novela, con su título provisional El ególatra romántico, había sido el joven y guapo teniente Jay Gatsby y había pedido en matrimonio a Zelda Sayre, que le había rechazado por la muy sureña razón de “no tener dinero suficiente para mantener a una esposa”.
Al igual que Gatsby, Scott, que nunca llegaría a las trincheras, porque el armisticio se declaró cuando estaba a punto de embarcarse para Europa, se fraguó una biografía lo bastante sólida como para poder hacerse digno de su aspiración: se empleó en una agencia de publicidad neoyorquina y trabajó hasta la extenuación en la reescritura de su novela, que pasaría a llamarse A este lado del paraíso y se convertiría, tras su publicación, en el mayor éxito de críticas y ventas del momento, convirtiendo a su autor en portavoz de toda una generación que sentía, leyendo la novela, que sus personajes hablaban no exactamente como ellos, sino como les gustaría hacerlo, con el latido fúlgido del jazz en las pérgolas, la cristalería y el champán en su red de palabras.
Sin embargo, no sería en A este lado del paraíso —ambientada en la vida universitaria en Princeton— donde Scott Fitzgerald narraría ese viaje interior, su empeño íntimo por convertirse en la mejor versión ritual de sí mismo, para poder aspirar al amor y cambiar el pasado, sino en El gran Gatsby, donde el héroe decide imponer su deseo a la realidad, ahogándola en derroche, fastuosidad y misterio, para dejar de ser un oscuro teniente sin porvenir y lograr convertirse, cinco años después, en Gatsby, el magnate que ofrece fiestas desenfrenadas en su lujosa mansión en Long Island, erigida no por casualidad enfrente de la casa de Daisy Buchanan, donde un faro esmeralda atraviesa la marea expectante hasta alcanzar, en su vuelo nocturno, los ojos azules del protagonista.
Baz Luhrmann, director de esta adaptación, aduce que la crítica no comprenderá su película como tampoco en la época entendió la novela, atribuyéndose las mismas dotes de talento, sobriedad, elegancia y sensibilidad de Fitzgerald: una complacencia que ya es significativa de lo que encontrará el espectador. Un director no puede estar más enamorado de sí mismo que de sus personajes.
No es que no se parezca a la novela —aunque el alucinado cineasta presuma de “adaptación definitiva”—, sino que la destroza, dolorosamente, entre el almíbar estético y la cursilería, la composición de video-clip o el imposible hip-hop, mezcla genialoide que sólo lleva al tedio colosal. Veo la infantil y circense El gran Gatsby y me pregunto por qué los papeles de hombres parecen interpretados por muchachos: con un director tan creativo, lo raro es que Tobey Macguire, que caracteriza a Nick Carraway, el mejor amigo de Gatsby, no se convierta en Peter Parker y comience a trepar por un rascacielos a ritmo de fox-trot.
Francis Scott Fitzgerald seguirá siendo siempre un gran escritor: sobrevivió a su éxito y posterior caída, al crack del 29, al alcoholismo, a su matrimonio desgraciado, y sobrevivirá, también, a esta desgracia perpetrada por Baz Luhrmann.
Por el precio de la entrada, uno puede comprarse la novela.
Después de padecer durante 143 interminables minutos, me he ido a mi bar favorito, he pedido un dry martini y he bebido para olvidar.
Joaquín Pérez Azaústre es escritor.
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