En el escenario de El café hay siete personajes y ocho
tragaperras, baile maldito entre pobres diablos y las máquinas que
devoran sus desesperadas vidas y bolsillos.
El dinero, cómo no, planea
sobre esta obra que Rainer Werner Fassbinder adaptó en 1969 a partir de la comedia de Carlo Goldoni y que el brillante y autodestructivo autor de Las amargas lágrimas de Petra von Kant estreno a los 24 años, en plena efervescencia de su precoz talento.
Más de 40 años después, la purria de El café agita nuevamente un confortable patio de butacas, esta vez el del Teatro de La Abadía
de Madrid, donde se estrena bajo la dirección del británico Dan Jemmett
y en circunstancias excepcionales: ante los recortes, amenazado el
montaje, los actores que interpretan El café decidieron el
pasado mes de noviembre seguir adelante renunciando a su salario
variable (solo cobran un mínimo) y dependiendo de la taquilla.
Una
iniciativa de urgencia, insólita en un teatro público, que, según un
comunicado del elenco, les arroja “a la realidad del mercado”.
“Arriesgamos nuestro sueldo y apostamos por proyectos como este,
esperando a un público que nos escuche”, dice el grupo en un comunicado
que añade: “Un modelo de producción que deseamos que no se extienda”.
Es decir, el salario de José Luis Alcobendas, Jesús Barranco, Miguel
Cubero, Lino Ferreira, Daniel Moreno, Lidia Otón, María Pastor y Lucía
Quintana depende de un público dispuesto a conocer una obra incómoda y
agria sobre una sociedad obsesionada por el dinero y las apariencias,
codiciosa y corrupta, fea y desesperada. Un público dispuesto a recibir
golpes en lugar de caricias, dispuesto a que no se lo pongan fácil.
Un
público que, según el director de La Abadía, José Luis Gómez, es cada
vez más endeble como consecuencia de la carcoma que está dejando vacío
el tejido cultural de un país en fatal descomposición.
Según explicaron ayer, en junio de 2012 los actores de El café
firmaron el contrato con La Abadía para subir a escena la obra.
“A
finales de noviembre, la fundación Teatro de La Abadía recibía la
notificación de la cancelación de la subvención acordada que, sumada a
los sucesivos recortes a las instituciones que forman su patronato,
imposibilitaba la producción de este espectáculo. El 14 de diciembre nos
comunicaron que se cancelaba el proyecto. Es entonces cuando los
actores planteamos al teatro una propuesta de viabilidad que consiste en
arriesgar nuestro sueldo”.
Nada de esto es motivo de alegría, coincidían ayer José Luis Gómez y
el director del Círculo de Bellas Artes, Juan Barja, institución que en
paralelo al montaje celebrará un ciclo dedicado al cine de Fassbinder.
“En realidad, lo que plantea esta obra es una nueva oportunidad para
cabrearse y no una nueva manera de subvencionar a artistas vagos”,
señala el actor Daniel Moreno. “Frente al bombardeo del ‘no hay dinero’,
del ‘no se puede hacer esto ni lo otro’, nosotros dijimos ‘sí, sí se
puede’. Hay otras maneras. Dejar en el cajón este proyecto hubiera sido
contribuir a ese gran fracaso, a esa indefensión a la que nos inducen
día tras día”.
Dan Jemmett, que bajó sus honorarios, habla de un intenso “trabajo de
investigación” junto a sus actores para lograr una relectura precisa
del texto del alemán. El café, que jamás se había puesto en
escena en castellano, traducida ahora por Miguel Sáenz, nos devuelve el
nervio de Fassbinder, ese hombre tosco y suicida, romántico que recelaba
de cualquier sentimiento, que creía en un cine de “semen, sudor y
lágrimas” y que en los años sesenta forjó en un sótano de Múnich las
bases de su feroz Antiteatro.
No hay humor, dice Jemmett, en este café lleno de adictos al
juego y a la cafeína, “oportunistas, embusteros, adúlteros, mafiosos y
criados adinerados”. “La obra de Goldoni es graciosa, divertida, pero
Fassbinder básicamente se dedicada a aniquilar todo eso. Más bien hace
un retrato de algo muy parecido al infierno. Quizá hay restos de humor
pero lo que Fassbinder quería era destruir la risa fácil del teatro
burgués”.
Una obra ácida, nada complaciente con su público, pero más que nunca
necesitada de él. “No creo en la calidad literaria de esta obra, que no
funciona, si no en lo que fluye bajo su texto, un trabajo que requiere
actores radicales y apasionados”, explica Jemmett.
“Creo que esta obra
es hoy mucho más pertinente de lo que fue hace 40 años en Alemania, y
representarla aquí, pese a las disficultades, es valiente y esencial.
Aunque en los años sesenta Fassbinder deconstruyó la obra de Goldoni lo
cierto es que aquel café, su ética, todavía significaba algo para él.
Sin embargo, hoy ya no queda absolutamente nada de eso”
. Jemmett apunta
entonces a un recorte de prensa reciente como simple ejemplo de toda
esta desolación: “Hace unos días leí en un periódico inglés que un café
había puesto el anuncio de tres puestos de trabajo de camarero a siete
libras la hora.
Se presentaron 1900 personas”. No hace falta más: miles
de vidas alienadas por una desesperación que ya no distinguen entre café
o casino, entre vida o tragaperras.
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