Escuchemos a Zelda Fitzgerald - ROBERT SALADRIGAS
Sucedió que contra todo vaticinio el premio Goncourt 2007 recayó en Gilles Leroy (Bagneaux, 1958) por su novela Alabama song, título curiosamente extraído de un texto de Bertolt Brecht. Alabama song recapitula la apasionante y turbulenta vida de Zelda Sayre (1900-1948), la chica de Montgomery (Alabama), hija de un juez, nieta de un senador y de un gobernador, a partir de la fiesta de graduación de 1918 en que conoció a un atildado teniente de 20 años llamado Francis Scott Fitzgerald, oriundo de Saint Paul (Minnesota); la niña consentida y emancipada cayó deslumbrada a sus pies, luego se casó con él, se marcharon a Nueva York, él triunfó por todo lo alto con su primera novela A este lado del paraíso, juntos personificaron los desenfrenos de los años veinte y al final vieron como sus sueños de jóvenes sin ataduras, brillantes e irresponsables, se convertían en una pesadilla que los arrastraba al holocausto de los fracasados.
De manera que Gilles Leroy obtuvo el Goncourt con una novela protagonizada por Zelda, la mujer independiente, sin principios morales, de una poderosa familia de Montgomery que encarnaba como pocas los estrictos valores sureños de la Confederación, y eligió compartir la gloria y el infierno del joven desclasado que llegó del norte, hermoso como un poema de Byron, amante del dinero y el lujo, soberbio y atrabiliario como un sátrapa que cree tener el mundo a sus pies, que bebe y bebe, y escandaliza, y derrocha su talento y su crédito en excesos que realzan el sinsentido de vaciarse existencialmente en la estética de un tiempo efímero
. En este fastuoso juego de irrealidades Scott dejó una obra referencial - en parte discutible-,pero Zelda, la frágil muñeca de cristal que quiso ser escritora (lo intentó con una novela, Save me the waltz,1932), bailarina, pintora, fue condenada al silencio.
Se ha escrito mucho sobre la mujer esquizofrénica de Scott Fitzgerald.
Nancy Milford publicó una estupenda biografía, La vida de Zelda Scott Fitzgerald (Ediciones B, 1990), y aparecieron las Cartas de amor y de guerra (1919-1940) (Grijalbo, 1994) cruzadas entre los esposos.
Con todo, seguíamos sin poder escuchar la voz de Zelda, siempre filtrada a través de los complejos de Scott, el eterno seductor que impone su propia realidad de macho y víctima sobre la de su frívola mujer por añadidura pasto de instituciones psiquiátricas de medio mundo.
A Zelda, pues, sólo es posible adivinarla como un personaje desdibujado, paradójico, que poco a poco emerge de entre las veladuras y se hace fascinante.
Hasta que en Alabama song Gilles Leroy cede la palabra a Zelda - un reto por el que merece aplausos-y nos pide que la escuchemos pendientes de los diversos registros que va adoptando desde 1918 hasta su muerte cuarenta y siete años después, cuando en un final diría que apropiado, de drama novelesco, Zelda Sayre es víctima del incendio que la sorprende de noche y bajo llave en su habitación del Hospital Highland de Asheville (Carolina del Norte), el manicomio donde estaba internada.
En un encadenado de fragmentos, como si cada uno fuese una puerta de acceso al vasto ámbito de una vida amurallada, vamos descubriendo la intimidad de Zelda
. A veces la oímos susurrar, en otras reírse con la insolencia de la adolescente que se cree por encima de todo y de todos; algo más adelante se torna romántica al confesar su amor por un aviador francés que la deja preñada, y es obligada a abortar y a alejarse del amante; el tono se endurece al contar su aparente derrumbe mental, la irremediable soledad, las vejaciones de Scott al que acusa abiertamente de plagiarla, su odio a Hemingway (Leroy lo enmascara prudentemente con la identidad de Lewis O´Connor), según ella un "homosexual vergonzante" que además se muestra ingrato con Scott cuando este vive el calvario de su decadencia, el trato que recibe de los psiquiatras y asistentes sociales, la prohibición de escribir por parte de su marido con el pretexto de que le es perjudicial, la pérdida de contacto con su única hija, Patti, la muerte de Scott en 1940, su capitulación final al ver en ella la imagen de una mujer prematuramente ajada, que ni siquiera aspira a sobrevivirse, sólo a pedir ilusoriamente que le sea devuelto todo aquello que le fue arrebatado por el tiempo, es decir, los sueños, espejismos y enfermizas miserias que fueron su vida.
Imagino lo que estarán pensando.
Si Alabama song es una novela casi oral, por supuesto escrita en primera persona, no una biografía convencional para la que Leroy hubiera utilizado un narrador en tercera persona, ¿dónde está la divisoria entre la ficción y la realidad?
En mi opinión, la voz de Zelda suena tan convincente, sus palabras tan sensiblemente humanas y coherentes con lo que se sabe de ella, que ni siquiera me planteo el dilema.
Por primera vez he escuchado lo que Zelda tenía que decir de sí misma y no le dejaron. Leroy lo ha hecho posible.
Loado sea.
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