Vivo en la inopia. Cuando entré en la farmacia, detrás del mostrador me
felicitaron: ¡Feliz año! Pensé que el final de la jornada había exaltado
a mis buenas amigas; pero es que no las veo desde antes del
veintitantos de diciembre.
Casi la misma sensación me produjo la casa cuando, después de encender
la calefacción, me sonrió con todos los libros revueltos. Habían quedado
así, esquinados, lomos arriba, con huecos angustiosos entre una pila y
otra, como si me hubieran llamado precipitadamente a ultramar. Muestras
de buena voluntad había, no obstante, porque me tomé la molestia de
abrir los calendarios de pared por enero de 2013.
Eso sí lo recuerdo, una tarde de agitación y buenos propósitos; la
entrada a una papelería, la compra de almanaques, recambios de agenda,
tacos de sobremesa.
Luego llegó el Océano y se hizo el silencio. Se abrió otra luz en mi
interior. Pasé a otro tiempo, con alemanes y austriacos aprendiendo a
tocar la flauta, alemanes y austriacos nadando en las aguas a dieciocho
grados, alemanes y austriacos cenando en hoteles balnearios que bien
podrían estar localizados al norte de Europa.
De modo que a las farmacéuticas no las había vuelto a ver hasta esta
tarde; y qué decir de los parroquianos del Okay, por donde pasé de
largo, no fueran a felicitarme todos a coro, abriendo más botellas.
Enero. Dos mil trece. Me sé en otro tiempo.
Si me dicen año trece de mil novecientos, también me lo creería.
Del Blog Virtual de Jose Carlos Cataño
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