Un esforzado reparto
El a priori impecable reparto de ‘Los miserables’ no tiene demasiada culpa de que la película haya acabado siendo un espectáculo muy por debajo de sus posibilidades, pero sí es cierto que su tendencia a actuar en lugar de dejarse llevar por las canciones – hay que recordar que las canciones se grabaron en el momento y no a posteriori- resta mucha fuerza al conjunto.
Mucho se habló de la presencia de Anne Hathaway cuando se lanzó el primer tráiler, ya que su desgarrada voz era muy llamativa, pero luego sólo esa canción suya realmente consigue llegar al corazón del público.
Sin embargo, la cosa es mucho peor en el caso de los personajes interpretados por Amanda Seyfried y Eddie Redmayne, ya que la trama amorosa que comparten ya es de por sí uno de los puntos más débiles del guión de William Nicholson – se ven una vez a lo lejos y ya están perdidamente enamorados-, y eso destruye cualquier implicación personal por mi parte.
Por su parte, Hugh Jackman y Russell Crowe cumplen a la perfección en el apartado vocal y mostrando las algo esquemáticas motivaciones de sus personajes, pero este punto, escasamente trabajado por Nicholson – al igual que el sentimiento revolucionario del pueblo francés previo a su alzamiento-, también afecta a su trabajo, ya que rara vez consiguen trascender esas limitaciones, aunque no es porque no den lo mejor de sí para lograrlo.
Las grandes excepciones son una Samantha Barks que consigue que ignoremos el excesivo pagafantismo de Eponine, papel que ya interpretó en el teatro, y un Sacha Baron Cohen, correctamente secundado por Helena Bonham Carter como su esposa, a caballo entre lo simpático y lo gracioso como el mordaz delincuente al que interpreta.
En definitiva, ‘Los miserables’ es un musical que sólo en raras ocasiones – la interpretación de ‘On my own’ por parte de Samantha Barks- consigue transmitir al espectador las emociones latentes en sus muy pegadizas canciones.
Nada malo puede decirse de unos actores que intentan dar lo mejor de sí para convertir a la película en un musical legendario, pero el errático trabajo de Tom Hooper tras las cámaras y la incapacidad para enganchar a un espectador primerizo – sospecho que los habrá ya vendidos de antemano ante lo que verán en pantalla- por parte de un guión que nunca crea el caldo de cultivo necesario para revolvernos por dentro acaba convirtiendo las excesivas dos horas y media de metraje en una experiencia mucho más vulgar de lo que aparenta.
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