La estrella de mar es capaz de recobrar cualquiera de sus apéndices
si alguna causa los mutila, pero es imposible que la cultura recupere su
posible estrellato si algún accidente la demedia de verdad.
Un accidente, muy grave, casi mortal, ha sido la subida del IVA hasta el 21%.
Veíamos los cines o los teatros sin mucha gente, las exposiciones sin ventas de cuadros, las librerías sin visitantes y todo ello lo atribuíamos a los efectos de la crisis general.
Tampoco se vendían zapatos, ni coches, ni pisos.
La diferencia es que mientras otras actividades, en la producción o en el mismo comercio, han podido absorber los costes o han seguido la venta de esos bienes indispensables, con la cultura se ha sumado a la depresión el crimen fiscal que, si por una parte no resuelve nada de los problemas presupuestarios del Gobierno, por otro crea una cuerda de quiebras y cierres sangrantes que nunca más volverán a reconquistar su proporción.
Las cifras de espectadores o de lectores habían caído tanto durante estos años que ni siquiera la CEGAL, confederación que agrupa a 3.100 librerías, se atrevía a difundir los números de la debacle.
Ahora serían ya cifras de perdición.
Serían así porque si la mayoría de ciudadanos, precisamente españoles, puede vivir bien sin leer un solo libro, no acercarse a una sala de cine o no comprar nada en una galería, poco a poco sus perfiles se van erosionado irreversiblemente y en definitiva el pasado estrellado pasado está.
Y con un ingrediente adicional, tan coherente como pernicioso
. Puesto que hoy no se venden más allá de media docena de firmas en cualquier ámbito, los autores hoy respetables no se afanarán en escribir o pintar otra clase de que objetos que los que, por experiencia, van a pegar.
“Pegar” algo es como si la estrella de mar recuperara sus brazos con cola.
Cola industrial, blanca o transparente, de eficientes resultados para dar el pego a quien no distingue lo apañado de lo original. Lo original de la pega.
Y sucede pues que cada vez se ruedan más filmes mediocres, se reponen putescas funciones o se redactan libros, generalmente novelas, que en dignidad siguen una progresión peor tanto para el lector como para el autor.
Esta misma semana, en El Cultural de El Mundo, el buen crítico Ignacio Echevarría escribía que “la lectura continuada de libros mediocres… tiene en no pocos casos efectos narcóticos sobre el gusto e incluso sobre la inteligencia… cuyos puntos de vista se van ablandando y desdibujando paulatinamente”.
Pero más que paulatinamente podría decirse, puesto que esta crisis galopa y aúlla más que el viento, que el fenómeno se caracteriza por una velocidad que lleva a acuchillar volúmenes en tiempos récord, cerrar cines de prisa como contagiados de una plaga infernal y clausurar exposiciones que, al cabo, no han encontrado a un solo coleccionista y comprador.
El vacío o la mediocridad culturales se extienden como una pelagra y, para infectarla hasta la misma muerte, llega ese maldito 21%. Puede ser que este impuesto mutilador se suspenda años después, acaso en 2015, pero la ablación cerebral entonces no se repondrá.
Nuevos artículos comerciales aparecerán para ofrecer víveres a esta clientela de sinapsis deliberadamente amputadas pero, con toda seguridad, los artículos serán también blandengues, tan revenidos como las galletas que, a granel, han dejado atrás sus cajas primorosas y ahora se hallan amontonadas en los mercadillos de ocasión. ¿O qué otra cosa que un mercadillo ocasional van a significar los bienes culturales que queden vivos tras esta inducida enfermedad mortal?
Ayer se celebró el Día de las Librerías porque aún queda gente en pie que ama la creación y la luz del conocimiento pero, a propósito, no voy a ahorrarme ahora unos versos de Caballero Bonald:
“Entra la noche como un trueno / por las rompientes de la vida, / recorre salas de hospitales, habitaciones de prostíbulos / templos, alcobas, celdas, chozos / y en los rincones de la boca / entra también la noche”.
¿Será entonces esto lo que nos ha dejado sin escarchadas estrellas (marinas o no) y con este amargo sabor, tan penoso como incurable, el cielo del paladar?
Un accidente, muy grave, casi mortal, ha sido la subida del IVA hasta el 21%.
Veíamos los cines o los teatros sin mucha gente, las exposiciones sin ventas de cuadros, las librerías sin visitantes y todo ello lo atribuíamos a los efectos de la crisis general.
Tampoco se vendían zapatos, ni coches, ni pisos.
La diferencia es que mientras otras actividades, en la producción o en el mismo comercio, han podido absorber los costes o han seguido la venta de esos bienes indispensables, con la cultura se ha sumado a la depresión el crimen fiscal que, si por una parte no resuelve nada de los problemas presupuestarios del Gobierno, por otro crea una cuerda de quiebras y cierres sangrantes que nunca más volverán a reconquistar su proporción.
Las cifras de espectadores o de lectores habían caído tanto durante estos años que ni siquiera la CEGAL, confederación que agrupa a 3.100 librerías, se atrevía a difundir los números de la debacle.
Ahora serían ya cifras de perdición.
Serían así porque si la mayoría de ciudadanos, precisamente españoles, puede vivir bien sin leer un solo libro, no acercarse a una sala de cine o no comprar nada en una galería, poco a poco sus perfiles se van erosionado irreversiblemente y en definitiva el pasado estrellado pasado está.
Y con un ingrediente adicional, tan coherente como pernicioso
. Puesto que hoy no se venden más allá de media docena de firmas en cualquier ámbito, los autores hoy respetables no se afanarán en escribir o pintar otra clase de que objetos que los que, por experiencia, van a pegar.
“Pegar” algo es como si la estrella de mar recuperara sus brazos con cola.
Cola industrial, blanca o transparente, de eficientes resultados para dar el pego a quien no distingue lo apañado de lo original. Lo original de la pega.
Y sucede pues que cada vez se ruedan más filmes mediocres, se reponen putescas funciones o se redactan libros, generalmente novelas, que en dignidad siguen una progresión peor tanto para el lector como para el autor.
Esta misma semana, en El Cultural de El Mundo, el buen crítico Ignacio Echevarría escribía que “la lectura continuada de libros mediocres… tiene en no pocos casos efectos narcóticos sobre el gusto e incluso sobre la inteligencia… cuyos puntos de vista se van ablandando y desdibujando paulatinamente”.
Pero más que paulatinamente podría decirse, puesto que esta crisis galopa y aúlla más que el viento, que el fenómeno se caracteriza por una velocidad que lleva a acuchillar volúmenes en tiempos récord, cerrar cines de prisa como contagiados de una plaga infernal y clausurar exposiciones que, al cabo, no han encontrado a un solo coleccionista y comprador.
El vacío o la mediocridad culturales se extienden como una pelagra y, para infectarla hasta la misma muerte, llega ese maldito 21%. Puede ser que este impuesto mutilador se suspenda años después, acaso en 2015, pero la ablación cerebral entonces no se repondrá.
Nuevos artículos comerciales aparecerán para ofrecer víveres a esta clientela de sinapsis deliberadamente amputadas pero, con toda seguridad, los artículos serán también blandengues, tan revenidos como las galletas que, a granel, han dejado atrás sus cajas primorosas y ahora se hallan amontonadas en los mercadillos de ocasión. ¿O qué otra cosa que un mercadillo ocasional van a significar los bienes culturales que queden vivos tras esta inducida enfermedad mortal?
Ayer se celebró el Día de las Librerías porque aún queda gente en pie que ama la creación y la luz del conocimiento pero, a propósito, no voy a ahorrarme ahora unos versos de Caballero Bonald:
“Entra la noche como un trueno / por las rompientes de la vida, / recorre salas de hospitales, habitaciones de prostíbulos / templos, alcobas, celdas, chozos / y en los rincones de la boca / entra también la noche”.
¿Será entonces esto lo que nos ha dejado sin escarchadas estrellas (marinas o no) y con este amargo sabor, tan penoso como incurable, el cielo del paladar?
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