El coste de financiación de la deuda pública, y su consecuencia
natural, el elevado coste de la financiación privada, constituyen hoy el
estrangulamiento principal de la economía española.
Si no se reduce con urgencia la prima de riesgo, que es la medida objetiva de dicho estrangulamiento, seguirá la desconfianza de los inversores hacia España y la salida de la recesión será insegura y tardía, quizá más allá de 2014
. Ésta es una conclusión en la que coinciden todos los analistas económicos, las instituciones nacionales e internacionales y, en privado, el equipo económico de Mariano Rajoy.
Pues bien, a pesar de este diagnóstico unánime, el Gobierno se resiste a aplicar el remedio más rápido y eficaz para reducir ese coste financiero asfixiante, que es el de solicitar la intervención del Banco Central Europeo (BCE) en el mercado de deuda. Ésta intervención dista mucho de ser un rescate tradicional, como el de Grecia, Irlanda o Portugal.
El Gobierno sabe y los ciudadanos también que la petición de asistencia al BCE se producirá tarde o temprano.
Porque la estabilidad de la prima de riesgo española durante las últimas semanas es un espejismo, como ha demostrado el repunte del diferencial en cuanto se han anunciado peores perspectivas económicas en la eurozona; porque con los costes financieros actuales, insoportables a corto y medio plazo para los Presupuestos, la tasa de paro puede crecer hasta niveles insostenibles para la estabilidad social y porque es un pésimo mensaje a los inversores conformarse con una prima de riesgo en torno a los 400 puntos. Si esta fuera la perspectiva financiera española en el horizonte de un año, cualquier proyecto de inversión se desviaría a otro país casi con total seguridad.
En resumen, aplazar la petición de rescate equivale a condenar a la economía española a una recesión prolongada y dolorosa.
El presidente del Gobierno no ha explicado de forma clara cuales son las razones por las cuales no se ha pedido hasta ahora la intervención del BCE. Cabe deducir que Rajoy espera el visto bueno de Alemania para dar el paso; o que no quiere solicitar una ayuda cuya contrapartida casi segura sería la exigencia por parte de la troika (Bruselas, BCE y Fondo Monetario Internacional) de una reforma de las pensiones.
Pero si fueran ésas las razones de una inhibición tan perjudicial para España, habría que replicar que lo más conveniente para recuperar la economía y reducir el paro en España no puede depender de la aquiescencia de otro país. Por otra parte, dada la inevitabilidad del rescate, una reforma a fondo del actual sistema de pensiones para asegurar su sostenibilidad habrá de producirse de igual modo.
El temor a la pérdida de votos que causaría un rescate es un reflejo exagerado. Además de que el horizonte está despejado de elecciones, la línea de crédito concedida por las autoridades europeas para recapitalizar los bancos españoles y el cumplimiento de las exigencias definidas en el Memorando de Entendimiento ya constituyen un rescate en toda regla, por más que se circunscriba al sistema financiero. Con ello, el Gobierno español ha perdido autonomía. Está de más fingir ahora que no desea entregar otras áreas de decisión cuando, además, se ha venido reclamando al BCE una intervención en el mercado de deuda para bajar la presión sobre los costes del Tesoro.
Las reglas del juego son conocidas: cada ayuda pública europea, sea una intervención directa o en el mercado de deuda, acarrea contrapartidas de ajustes y reformas que tiene que cumplir la economía socorrida. Siempre hemos defendido que todo ello no supone en modo alguno una pérdida de soberanía, sino el ejercicio compartido de ésta en un contexto de creciente integración europea.
Lo que no resulta aceptable es aplazar la recuperación económica y contribuir así al sufrimiento social con más paro.
Si no se reduce con urgencia la prima de riesgo, que es la medida objetiva de dicho estrangulamiento, seguirá la desconfianza de los inversores hacia España y la salida de la recesión será insegura y tardía, quizá más allá de 2014
. Ésta es una conclusión en la que coinciden todos los analistas económicos, las instituciones nacionales e internacionales y, en privado, el equipo económico de Mariano Rajoy.
Pues bien, a pesar de este diagnóstico unánime, el Gobierno se resiste a aplicar el remedio más rápido y eficaz para reducir ese coste financiero asfixiante, que es el de solicitar la intervención del Banco Central Europeo (BCE) en el mercado de deuda. Ésta intervención dista mucho de ser un rescate tradicional, como el de Grecia, Irlanda o Portugal.
El Gobierno sabe y los ciudadanos también que la petición de asistencia al BCE se producirá tarde o temprano.
Porque la estabilidad de la prima de riesgo española durante las últimas semanas es un espejismo, como ha demostrado el repunte del diferencial en cuanto se han anunciado peores perspectivas económicas en la eurozona; porque con los costes financieros actuales, insoportables a corto y medio plazo para los Presupuestos, la tasa de paro puede crecer hasta niveles insostenibles para la estabilidad social y porque es un pésimo mensaje a los inversores conformarse con una prima de riesgo en torno a los 400 puntos. Si esta fuera la perspectiva financiera española en el horizonte de un año, cualquier proyecto de inversión se desviaría a otro país casi con total seguridad.
En resumen, aplazar la petición de rescate equivale a condenar a la economía española a una recesión prolongada y dolorosa.
El presidente del Gobierno no ha explicado de forma clara cuales son las razones por las cuales no se ha pedido hasta ahora la intervención del BCE. Cabe deducir que Rajoy espera el visto bueno de Alemania para dar el paso; o que no quiere solicitar una ayuda cuya contrapartida casi segura sería la exigencia por parte de la troika (Bruselas, BCE y Fondo Monetario Internacional) de una reforma de las pensiones.
Pero si fueran ésas las razones de una inhibición tan perjudicial para España, habría que replicar que lo más conveniente para recuperar la economía y reducir el paro en España no puede depender de la aquiescencia de otro país. Por otra parte, dada la inevitabilidad del rescate, una reforma a fondo del actual sistema de pensiones para asegurar su sostenibilidad habrá de producirse de igual modo.
El temor a la pérdida de votos que causaría un rescate es un reflejo exagerado. Además de que el horizonte está despejado de elecciones, la línea de crédito concedida por las autoridades europeas para recapitalizar los bancos españoles y el cumplimiento de las exigencias definidas en el Memorando de Entendimiento ya constituyen un rescate en toda regla, por más que se circunscriba al sistema financiero. Con ello, el Gobierno español ha perdido autonomía. Está de más fingir ahora que no desea entregar otras áreas de decisión cuando, además, se ha venido reclamando al BCE una intervención en el mercado de deuda para bajar la presión sobre los costes del Tesoro.
Las reglas del juego son conocidas: cada ayuda pública europea, sea una intervención directa o en el mercado de deuda, acarrea contrapartidas de ajustes y reformas que tiene que cumplir la economía socorrida. Siempre hemos defendido que todo ello no supone en modo alguno una pérdida de soberanía, sino el ejercicio compartido de ésta en un contexto de creciente integración europea.
Lo que no resulta aceptable es aplazar la recuperación económica y contribuir así al sufrimiento social con más paro.
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