El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, se permitió ayer en el
Congreso algunas observaciones extemporáneas sobre los medios de
comunicación que suenan peligrosamente a amenaza.
Criticó la actitud de “algunos medios de comunicación” porque “dan lecciones de ética cuando tienen importantísimas deudas con Hacienda”.
La advertencia iba dirigida, en el mal tono habitual del ministro, hacia aquellos medios que no dudan en “referir a la sociedad española la importancia que tiene aflorar bases imponibles para financiar nuestros servicios públicos”. Montoro pidió “coherencia y lógica”, porque lo que tienen que hacer los medios críticos o poco complacientes es “pagar religiosamente los impuestos en los plazos pertinentes”.
Precisamente “coherencia y lógica” es lo que hay que reclamar al ministro.
Su regañina recuerda el comportamiento de la presidenta argentina Cristina Fernández, poco sospechosa de ser una fundamentalista de los detalles legales, cuando solicitó a la inspección fiscal argentina un informe a la medida en contra de una firma inmobiliaria que había criticado las consecuencias del corralito.
El irritado discurso del señor Montoro invita a temer que a partir de ahora los gobernantes pueden atacar a las empresas periodísticas y a las personas que se atrevan a discrepar del discurso ministerial con todas las armas disponibles desde la Administración.
Es un amago de amenaza y chantaje como forma de censura previa, bordea, si no es que cruza, la legalidad y resulta intolerablemente antidemocrático.
La información de Hacienda sobre los contribuyentes no es del titular de la cartera. Pertenece a los declarantes y debe ser protegida con la máxima discreción.
El responsable de Hacienda ha cometido, como poco, un gravísimo desliz contra la confidencialidad debida en todo administrador público.
A las reformas estructurales (demasiadas veces simples recortes del gasto en realidad) que enuncia el Gobierno, debería incorporar urgentemente una que imponga a los servidores públicos, ministros y secretarios de Estado sobre todo, dos límites infranqueables: la discreción debida a los contribuyentes sobre sus cuentas con la Administración y el no utilizar la información pública como arma contra la ciudadanía. Claro que mejor reforma y más eficaz sería aquella que culminase con el ministro Montoro fuera del Gabinete.
Criticó la actitud de “algunos medios de comunicación” porque “dan lecciones de ética cuando tienen importantísimas deudas con Hacienda”.
La advertencia iba dirigida, en el mal tono habitual del ministro, hacia aquellos medios que no dudan en “referir a la sociedad española la importancia que tiene aflorar bases imponibles para financiar nuestros servicios públicos”. Montoro pidió “coherencia y lógica”, porque lo que tienen que hacer los medios críticos o poco complacientes es “pagar religiosamente los impuestos en los plazos pertinentes”.
Precisamente “coherencia y lógica” es lo que hay que reclamar al ministro.
Su regañina recuerda el comportamiento de la presidenta argentina Cristina Fernández, poco sospechosa de ser una fundamentalista de los detalles legales, cuando solicitó a la inspección fiscal argentina un informe a la medida en contra de una firma inmobiliaria que había criticado las consecuencias del corralito.
El irritado discurso del señor Montoro invita a temer que a partir de ahora los gobernantes pueden atacar a las empresas periodísticas y a las personas que se atrevan a discrepar del discurso ministerial con todas las armas disponibles desde la Administración.
Es un amago de amenaza y chantaje como forma de censura previa, bordea, si no es que cruza, la legalidad y resulta intolerablemente antidemocrático.
La información de Hacienda sobre los contribuyentes no es del titular de la cartera. Pertenece a los declarantes y debe ser protegida con la máxima discreción.
El responsable de Hacienda ha cometido, como poco, un gravísimo desliz contra la confidencialidad debida en todo administrador público.
A las reformas estructurales (demasiadas veces simples recortes del gasto en realidad) que enuncia el Gobierno, debería incorporar urgentemente una que imponga a los servidores públicos, ministros y secretarios de Estado sobre todo, dos límites infranqueables: la discreción debida a los contribuyentes sobre sus cuentas con la Administración y el no utilizar la información pública como arma contra la ciudadanía. Claro que mejor reforma y más eficaz sería aquella que culminase con el ministro Montoro fuera del Gabinete.
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