Me entregó su cuaderno en Madrid, hace meses; no controlo el tiempo,
ignoro en dónde está la agenda; el almanaque de pared por el que a veces
paso está vencido. Coloqué el ejemplar en la zona visible de los libros
por leer, y se extravió.
Disolución, se llama el cuaderno de Rafael-José Díaz.
Ha sido editado por Léucade,
colección de la que cuida, desde Tenerife, el poeta y narrador
Francisco León. El pie de imprenta: febrero de 2012. Una vez más, ¿cómo
se hacen visibles fuera de Canarias empeños editoriales como Léucade?
¿Quiénes, de fuera de las Islas, los tienen en cuenta? (Hace poco, y lo
digo como excepción, José Ángel Cilleruelo, barcelonés, también poeta y
narrador, me rogaba que le pasara todo cuanto pudiera conseguirle de
Eugenio Padorno a partir de determinado título).
Un día de este mes localicé el relato del amigo; (qué difícil escribir
sobre los amigos). Comencé a leerlo, con visos de que no lo dejaría
hasta terminarlo, pero un imprevisto me obligó a lo contrario y lo
llevé, esta vez, adonde deposito los libros que necesito tener a mano en
este momento. Volvió a desaparecer. Días atrás había hecho limpieza de
periódicos -sí, he vuelto a leer la prensa, sobre todo para seguir las
andanzas de la banda patriótica de Cataluña- y me temí lo peor, pues el
cuaderno es eso, 21 páginas, que fácilmente, en un descuido, puede pasar
desapercibido.
Avergonzado le rogué que me castigara por el crimen de tirar Disolución
con la basura de los periódicos, pero que al mismo tiempo me remitiera
otro ejemplar, y dedicado, como lo hizo cuando nos encontramos en
Madrid.
Se lo tomó como un santo. Yo, no obstante, seguía levantando montañas de
papel, revolviendo pilas de libros -encontrándome, por cierto, con otro
título de Léucade por leer, el ensayo de Miguel Pérez Alvarado En el arar la mar-, maldiciendo que esta casa se haya convertido en un doble de los Encantes.
Pero Disolución
estaba justo debajo del sofá de lectura. Entonces sí. Entonces me
entregué, lápiz en mano, como hago con lo que me interesa, con lo que
aprendo, y enseguida estaba ahí esa prosa sin almidón, esa forma de
narrar con convicción e incertidumbre, las correspondencias simbólicas
justas, el calor poético inevitable porque reside en la naturaleza de
los hechos y el autor tiene sobrada capacidad para percibirlo. De
repente, poco menos me estaba encontrando con otra doblez, en ciertos
aspectos la mía propia de joven, en la elección por resolver de la voz
que narra Disolución.
Porque -para no gastar la riqueza del texto de Rafael- de eso se trata:
inclinarse hacia el riego y quién sabe si hacia una nueva vida, o
permanecer en un interior forrado de lecturas. Sin embargo, como en los
buenos relatos, la disyuntiva está llena de matices
. El mundo externo, y
lo que busca en los aspectos más inmediatos el protagonista -la
satisfacción carnal-, es algo que ya ha perdido el don del encuentro
casual, el don de lo imprevisto que conduce a una forma de
trascendencia. La fragilidad, ahora, es parecida, dentro y fuera.
Y
ahora también -con la edad elevándose y desconociendo lo anterior
vivido- los fantasmas y la banalidad crecen y, al hacerlo, rompen la
tensión de toda búsqueda.
No sé por qué he pensado, leyendo a Rafael, en Ferdinand, aquel
magnífico, sobrecogedor relato de Louis Zukofsky. Hay un abandono
progresivo similar, mientras el vehículo es, para ambos protagonistas,
la verdadera casa, el único abrigo contra la inclemencia. Hasta el punto
que sobresale en Disolución la posibilidad de que "resistir y
claudicar hubieran ido aproximando las garras rampantes de sus
respectivos significados hasta fundirse en un solo verbo de significado
mestizo, palabras siamesas unidas por el intolerable vacío anterior a su
existencia, posterior a su fusión."
"Un fragmento moribundo de luz", leo hacia el final de Disolución. La tarde ha pasado a la noche sin crepúsculo, como ocurre en tantos momentos de nuestra vida, y dentro de mi intemperie hogareña.
La noche también avanza por el narrador.
Una noche en que, ya a la
intemperie, no puede por menos que añorar la "pura disolución en un aire
materno". Esto sucede una víspera de Reyes, cuando aquel narrador
recuerda una experiencia de niñez, que se asemeja a otra nuestra: la
acechanza, la maniobra furtiva para encontrar los tesoros que los Reyes
han depositado, en casa. En la vida ya nadie deja tesoros, y el goce y
el deleite de hacernos con ellos es nuestra tarea. Esa es la
"revelación" del protagonista a medianoche, "la bisagra entre quien no
sabía a dónde ir y quien apenas sabe ya de dónde viene."
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