El premio a Bryce
Hace unos años, en lo alto de las acusaciones que lo tachaban de
plagiario, Alfredo Bryce Echenique volvió a Madrid en verano, desde
Lima.
Nos vimos en la terraza del Café Gijón, o quizá fue en la terraza de El Espejo. Hacía unos años se había ido de Madrid, donde vivió mucho tiempo. Aquí era tan querido que durante semanas y semanas le rindieron homenaje en todos los sitios de los que fue habitual. En el último le cantaron "Y te vas, y te vas, y te vas..., y no te has ido" porque, en efecto, el novelista peruano dilataba tanto su marcha que parecía que su deseo de volver a Perú no era tan grande como su deseo de quedarse entre nosotros.
Al fin se fue Alfredo, a vivir a Lima; le recuerdo, elegante, tocado con un sombrero, arropado por una gabardina de color claro, dispuesto a abordar el regreso.
Estábamos allí, en Barajas, tan solo dos personas diciéndole adiós, una de ellas era su amigo de tanto años el editor Chus Visor. En esta otra ocasión, cuando volvió a Madrid fugazmente, ya habían sido publicadas todas las noticias relativas a la primera tanda de acusaciones sobre los plagios
. Con una muy elegante melancolía, en ese momento el autor de Un mundo para Julius expresó su desencanto al comprobar que muchos de aquellos amigos que años antes lo habían arropado en su despedida no tuvieran tiempo en sus agendas para tomarse con él un refresco, que es lo que en ese instante preciso estaba tomando.
En este Alfredo, y en aquel, había siempre luna a mediodía, una tristeza infinita que él combatía contando historias, dándole pena a la tristeza, como suele decir.
Y en ese instante en que nos vimos ese era el Alfredo de los mediodías, que de noche acaso levantaba el vuelo, gracias a veces al alcohol y otras tantas veces gracias a la amistad que buscaba como quien tiene una sed desigual e insaciable.
No cabe duda de que el asunto de los plagios lo tocó, y lo tocó profundamente, y seguramente tocó el ámbito al que se abrazaba, de modo que muchas fueron las circunstancias que lo hicieron aún más solo, aunque en ningún momento más huraño, pues hay en él un filamento de hombre educado, tan británico, que procura no divulgar lo que le pasa solo si está en peligro de muerte, y ni eso.
Antes de todo eso, Alfredo es el autor de aquella novela inolvidable, que nosotros leímos con el deseo de que no acabara nunca, y también fue el escritor de La exagerada vida de Martín Romaña, entre muchos libros que a unos puede que les gusten muchísimo y que a otros nos le importen nada.
Pero es un gran escritor, al que por eso el jurado de la Fil le dio el premio mayor de su feria.
Todo el mundo que quiso que Bryce fuera condenado tiene el derecho a seguir contemplando como indeseable su premio, pero han de respetar también el sentimiento de admiración por lo que hizo de resto, y el resto es una importante obra literaria que no se puede tachar con esa inquina tan reiterativa que ya huele más a venganza que a disgusto.
Me ha dejado estupefacto la recarga de adjetivos peyorativos que ha sufrido la totalidad de Alfredo, no un poco de Alfredo, sino la totalidad de Alfredo, como si una conjura más grande que la vida (en la que también participan, aunque no hayan querido, algunos que se titulan amigos suyos) se hubiera cernido sobre su persona y no sólo porque en su historia personal y pública haya la mancha que ahora quieren verle no sólo en un lado de la chaqueta sino en el cuerpo completo, como si Bryce no tuviera que existir al menos como el otrora celebrado autor de obras de ficción (y de memorias) que a mucha gente nos resultan imprescindibles para conocer su alma cambiante y el alma cambiante de la vida.
Nos vimos en la terraza del Café Gijón, o quizá fue en la terraza de El Espejo. Hacía unos años se había ido de Madrid, donde vivió mucho tiempo. Aquí era tan querido que durante semanas y semanas le rindieron homenaje en todos los sitios de los que fue habitual. En el último le cantaron "Y te vas, y te vas, y te vas..., y no te has ido" porque, en efecto, el novelista peruano dilataba tanto su marcha que parecía que su deseo de volver a Perú no era tan grande como su deseo de quedarse entre nosotros.
Al fin se fue Alfredo, a vivir a Lima; le recuerdo, elegante, tocado con un sombrero, arropado por una gabardina de color claro, dispuesto a abordar el regreso.
Estábamos allí, en Barajas, tan solo dos personas diciéndole adiós, una de ellas era su amigo de tanto años el editor Chus Visor. En esta otra ocasión, cuando volvió a Madrid fugazmente, ya habían sido publicadas todas las noticias relativas a la primera tanda de acusaciones sobre los plagios
. Con una muy elegante melancolía, en ese momento el autor de Un mundo para Julius expresó su desencanto al comprobar que muchos de aquellos amigos que años antes lo habían arropado en su despedida no tuvieran tiempo en sus agendas para tomarse con él un refresco, que es lo que en ese instante preciso estaba tomando.
En este Alfredo, y en aquel, había siempre luna a mediodía, una tristeza infinita que él combatía contando historias, dándole pena a la tristeza, como suele decir.
Y en ese instante en que nos vimos ese era el Alfredo de los mediodías, que de noche acaso levantaba el vuelo, gracias a veces al alcohol y otras tantas veces gracias a la amistad que buscaba como quien tiene una sed desigual e insaciable.
No cabe duda de que el asunto de los plagios lo tocó, y lo tocó profundamente, y seguramente tocó el ámbito al que se abrazaba, de modo que muchas fueron las circunstancias que lo hicieron aún más solo, aunque en ningún momento más huraño, pues hay en él un filamento de hombre educado, tan británico, que procura no divulgar lo que le pasa solo si está en peligro de muerte, y ni eso.
Antes de todo eso, Alfredo es el autor de aquella novela inolvidable, que nosotros leímos con el deseo de que no acabara nunca, y también fue el escritor de La exagerada vida de Martín Romaña, entre muchos libros que a unos puede que les gusten muchísimo y que a otros nos le importen nada.
Pero es un gran escritor, al que por eso el jurado de la Fil le dio el premio mayor de su feria.
Todo el mundo que quiso que Bryce fuera condenado tiene el derecho a seguir contemplando como indeseable su premio, pero han de respetar también el sentimiento de admiración por lo que hizo de resto, y el resto es una importante obra literaria que no se puede tachar con esa inquina tan reiterativa que ya huele más a venganza que a disgusto.
Me ha dejado estupefacto la recarga de adjetivos peyorativos que ha sufrido la totalidad de Alfredo, no un poco de Alfredo, sino la totalidad de Alfredo, como si una conjura más grande que la vida (en la que también participan, aunque no hayan querido, algunos que se titulan amigos suyos) se hubiera cernido sobre su persona y no sólo porque en su historia personal y pública haya la mancha que ahora quieren verle no sólo en un lado de la chaqueta sino en el cuerpo completo, como si Bryce no tuviera que existir al menos como el otrora celebrado autor de obras de ficción (y de memorias) que a mucha gente nos resultan imprescindibles para conocer su alma cambiante y el alma cambiante de la vida.
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