Miles de televisiones y medios online de todo el mundo retransmitieron en directo el momento en que Baumgartner se lanzaba.
Y nueve largos minutos después, el momento en que posaba los pies en la tierra del desierto de Nuevo México con la misma soltura que si se hubiera lanzado en parapente desde una colina.
El austriaco batió varios récords: el de altura del salto, por supuesto (el anterior estaba en 31.333 metros, logrado en 1960), el de mayor altura alcanzada en globo y el de velocidad de caída, el más arriesgado.
Los aficionados a tirarse desde los puentes hablan del subidón de adrenalina que sienten cuando caen unos pocos metros. Baumgartner ha experimentado ahora la experiencia de caer tanto tiempo y a una rapidez difícil de imaginar: 1.137 kilómetros por hora, cuatro veces la velocidad del AVE.
Durante 20 segundos llegó a superar la velocidad del sonido sin propulsión, un nuevo récord que le convierte en héroe supersónico.
¿Qué sentido tienen estas aventuras, aparte de proporcionar publicidad a la marca que las financia y un sano entretenimiento a quienes las contemplan?
En realidad, la historia de la humanidad está llena de aventureros que arriesgaron vida y patrimonio para hacer posible un sueño. Y de esos sueños han surgido no pocos de los avances de los que después nos beneficiamos. ¿Tenía sentido intentar llegar al Polo Norte o atravesar el Atlántico en aquellas frágiles avionetas? Visto retrospectivamente, muchas de esas locuras tuvieron sentido. Con el tiempo se verá qué aporta el salto de Baumgartner, pero sin ese espíritu de superación y sin la curiosidad que anida en la mente humana ni siquiera hubiéramos dominado el fuego.
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