Me pregunta qué escribo. (Me pregunto qué escribo). Y mientras ha
lanzado la pregunta, que sin duda es sincera y trae algo de curiosidad
con ella, me habla de su hija, a la que lleva al colegio todas las
mañanas, lo buena que le ha salido la niña, ahora a punto de
adolescencia, los años difíciles con una madre entregada a la cocaína.
Tiene los ojos pequeños, la tez más apagada que nunca. No es mal chico,
quizá inocente, quizá con una inmediatez cerebral que le lleva a
expresarse casi sin pudor, sobre casi cualquier tema, por encima, casi
sin entrar en ninguno. Nos encontramos dentro del bar o en la terraza
del mismo y me dice esto y aquello y continúa.
Qué escribo. Qué escribo más, como si uno se dedicara por día más
a los guisantes y otros días a las lentejas. Uno, estaba por decirle,
no es más que un escritor de acera. Algunas mañanas tomo el café a la
sombra del Club de las Viudas, que son unas fantásticas, una vistosidad
de media-alta burguesía barcelonesa, y en ese tiempo también me avengo
con la realidad cotidiana, sus meriendas, sus compromisos sociales, sus
dietas, sus trucos, sus vasos de vino y el cava a mediodía.
Y eso por no hablar de la entrada radiante del Okay, en la Colina, donde tomo asiento para mirar a los árboles, los pájaros y las nubes, y enseguida estoy rodeado y pensado por otras vidas.
Y eso por no hablar de la entrada radiante del Okay, en la Colina, donde tomo asiento para mirar a los árboles, los pájaros y las nubes, y enseguida estoy rodeado y pensado por otras vidas.
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