He leído algo conmovedor en una entrevista que le hacen a Tim Burton.
Hablando de sus hijos, que tienen 9 y 4 años, está convencido de que ha
triunfado como padre, ya que les gustan las películas de terror. En su
cine siempre ha estado presente esa sensación que paraliza y provoca el
escalofrío. Y el escalofrío, paradójicamente, puede ser adictivo, puede
crear el colocón que proporcionan las drogas más preciadas. A condición
de que no lo provoque la fiebre.
Así como algunos de los viejos clásicos (pienso en Ford y en Hawks) despreciarían la teoría de que habían volcado su personalidad, sus sentimientos, sus obsesiones, sus convicciones sobre las personas y las cosas, a través de su cine, y hubieran cerrado la impúdica y trascendente conversación asegurando que ellos se habían limitado a realizar con profesionalidad su trabajo, resulta transparente que Tim Burton está hablando de sí mismo desde que comenzó a hacer películas.
Y todo lo que forjó su carácter está concentrado en lo que le ocurrió en la infancia, en ese territorio irrecuperable, enigmático, luminoso, sombrío, mágico, que marca la existencia a perpetuidad.
Independientemente de que sus películas le salgan mejor o peor, de que sean encargos o proyectos personales, él se las ingenia siempre para impregnar su universo.
Además de poseer un enorme talento expresivo, ha tenido la suerte de ganarse inmejorablemente la existencia hablando una y otra vez con tanta originalidad como potencia de sus fantasmas, sus mitos, sus anhelos, sus incertidumbres, sus miedos. Es tan audaz e imaginativo que logró una de las grandes películas de la historia del cine, la tragicómica y genial Ed Wood, contando con infinito amor, ternura y gracia las disparatadas vida y obra del peor director de la historia del cine.
En Frankenweeenie, Burton se reencuentra con los personajes de animación, con el 3D, con su amada Frankenstein, con un argumento que desarrolló en un cortometraje cuando tenía 26 años, con un niño solitario que deja de sentirse solo gracias a su perro, con una comunidad, un ambiente, unos profesores, unos padres, unos compañeros, una atmósfera, una geografía física y emocional que debe de parecerse hasta extremos alarmantes con el mundo real e imaginario en el que vivió un niño llamado Tim Burton.
Y te introduce en ese universo mediante imágenes muy hermosas y el corazón de un auténtico poeta. Todo es imprevisible y desasosegante en el angustioso empeño de ese niño sufriente por resucitar al animal que otorgaba sentido y calor a sus días y sus noches. También es el homenaje lleno de creatividad de un artista a las cosas y las leyendas de las que se alimentó su imaginación. Qué miedo dan los niños mezquinos que chantajean al héroe intentando algo tan humano como igualarle en su milagroso poder para dar vida a los muertos. Y qué envidia haber tenido un profesor tan racional y finalmente desterrado por enseñarte las cosas que merecen la pena. Sospecho que esta insólita, triste y bonita película vamos a disfrutarla más los adultos que los críos. Qué suerte para el cine de animación que el amor y el genio de la maravillosa gente de Pixar o alguien como Tim Burton se hayan concentrado en él.
Así como algunos de los viejos clásicos (pienso en Ford y en Hawks) despreciarían la teoría de que habían volcado su personalidad, sus sentimientos, sus obsesiones, sus convicciones sobre las personas y las cosas, a través de su cine, y hubieran cerrado la impúdica y trascendente conversación asegurando que ellos se habían limitado a realizar con profesionalidad su trabajo, resulta transparente que Tim Burton está hablando de sí mismo desde que comenzó a hacer películas.
Y todo lo que forjó su carácter está concentrado en lo que le ocurrió en la infancia, en ese territorio irrecuperable, enigmático, luminoso, sombrío, mágico, que marca la existencia a perpetuidad.
Independientemente de que sus películas le salgan mejor o peor, de que sean encargos o proyectos personales, él se las ingenia siempre para impregnar su universo.
Además de poseer un enorme talento expresivo, ha tenido la suerte de ganarse inmejorablemente la existencia hablando una y otra vez con tanta originalidad como potencia de sus fantasmas, sus mitos, sus anhelos, sus incertidumbres, sus miedos. Es tan audaz e imaginativo que logró una de las grandes películas de la historia del cine, la tragicómica y genial Ed Wood, contando con infinito amor, ternura y gracia las disparatadas vida y obra del peor director de la historia del cine.
En Frankenweeenie, Burton se reencuentra con los personajes de animación, con el 3D, con su amada Frankenstein, con un argumento que desarrolló en un cortometraje cuando tenía 26 años, con un niño solitario que deja de sentirse solo gracias a su perro, con una comunidad, un ambiente, unos profesores, unos padres, unos compañeros, una atmósfera, una geografía física y emocional que debe de parecerse hasta extremos alarmantes con el mundo real e imaginario en el que vivió un niño llamado Tim Burton.
Y te introduce en ese universo mediante imágenes muy hermosas y el corazón de un auténtico poeta. Todo es imprevisible y desasosegante en el angustioso empeño de ese niño sufriente por resucitar al animal que otorgaba sentido y calor a sus días y sus noches. También es el homenaje lleno de creatividad de un artista a las cosas y las leyendas de las que se alimentó su imaginación. Qué miedo dan los niños mezquinos que chantajean al héroe intentando algo tan humano como igualarle en su milagroso poder para dar vida a los muertos. Y qué envidia haber tenido un profesor tan racional y finalmente desterrado por enseñarte las cosas que merecen la pena. Sospecho que esta insólita, triste y bonita película vamos a disfrutarla más los adultos que los críos. Qué suerte para el cine de animación que el amor y el genio de la maravillosa gente de Pixar o alguien como Tim Burton se hayan concentrado en él.
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